2018-02-16

El inocente por los culpables

1r Domingo de Cuaresma - B

Génesis 9, 8-15
Salmo 24
Pedro 3, 18-22
Marcos 1, 12-15

Estamos ya en tiempo de Cuaresma, que nos prepara para la gran fiesta cristiana, la Pascua. En este primer domingo las lecturas nos hablan del pacto de Dios, de la salvación de Dios, y del reino de Dios. ¿Qué significan estas palabras, que estamos tan acostumbrados a oír? Quizás no comprendemos del todo su hondura y hasta qué punto pueden cambiar nuestras vidas.

La primera lectura nos habla del pacto de Dios con la humanidad, tras el diluvio. Es un relato simbólico que viene a expresar una alianza muy desigual: Dios se compromete a no volver a destruir la humanidad, amándola y protegiéndola siempre. No hay otra condición, ni compromiso requerido por parte del hombre. Es un pacto unilateral en el que Dios lo compromete todo. Esta era la experiencia de los judíos en el Antiguo Testamento: Dios, que tiene el poder para crear y destruir, decide renunciar a este poder y permite que la humanidad crezca y se expanda libremente, aunque esta, algún día, pueda volverle la espalda de nuevo.

En el evangelio, se nos habla de las tentaciones de Jesús, muy brevemente, sin detallar cuáles fueron. Marcos explica, simplemente, que Jesús fue tentado, superó las propuestas del Maligno, y empezó a anunciar el reino de Dios. ¿Cuáles fueron las tentaciones? Quizás todas ellas puedan resumirse en una: ya que eres hijo de Dios, ¿por qué no utilizas tu poder para implantar tu reino? ¿Por qué no valerte de tu omnipotencia y ahorrarte trabajo y sufrimiento?

Pero este no es el estilo de Dios. Jesús también renuncia a su poder y se lanza a predicar el amor de Dios a pie, entre sus gentes, pueblo a pueblo, casa por casa y persona a persona, con sencillez y sin grandes alardes. Dios no ha elegido salvarnos desde una posición de superioridad, espectacular o abrumadora, sino desde la humildad de Jesús, hecho hombre como nosotros. Nos salva abajándose, poniéndose a nuestra altura en todo: en la necesidad, en la fragilidad, en el conflicto ante la incomprensión de muchos, incluso en la tentación, porque fue tentado como lo somos nosotros. Pasó por todo lo que pasamos nosotros, porque sólo así podía salvarnos.

San Pedro, años después, explica a fondo el gesto de Jesús en su carta, la que leemos hoy: «Con este Espíritu (el de Dios) fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba…». La misión de Jesús es liberadora. Lejos de él esa imagen del Dios temible y tirano, que nos oprime con su poder, nos controla y nos juzga. A quienes critican la religión cristiana por ser opresora, bastaría explicarles bien el evangelio para que vieran que el mensaje de Jesús es lo contrario de la esclavitud. Dios no esclaviza. Al contrario, cuando queremos librarnos de Dios es cuando caemos esclavos de muchos otros poderes que no tienen nada de humanitarios y amables.

¿De qué nos libera Jesús? No nos libera de nuestras circunstancias, ni de nuestros problemas cotidianos, ni de otras personas, sino de algo mucho más profundo y destructivo que está en la raíz de todos los males. Pedro habla de espíritus prisioneros, almas encadenadas por la rebeldía. ¿Cuántas personas se han sentido así, alguna vez? Esclavas, atadas no sólo por las obligaciones, la pobreza o la opresión de los poderosos, sino por el sutil y engañoso poder del mal. En el fondo, lo que nos encarcela el alma son esas tendencias que nos encierran en nosotros mismos: la autosuficiencia, la vanidad, el miedo y la desconfianza. Nos atan la pereza, la impaciencia, la rabia y la tristeza. Todas nos dividen y crean barreras con los demás, provocan conflictos y malentendidos, y en último extremo hasta violencia. El problema es que muchas veces no reconocemos esos males que, como cánceres ocultos, crecen dentro de nosotros.

Jesús asume todo este mal que nos corroe y lo carga sobre sí mismo. Su bautismo, dice san Pedro, nos limpia, no físicamente, sino espiritualmente. Un baño del Espíritu Santo nos purifica hasta el fondo. Y nos hace vivir de forma nueva, con la alegría y la libertad propias de los hijos de Dios, de quienes se saben infinitamente amados por él.

El inocente muere por los culpables para que todos se salven por él. Explicaba un sacerdote en su homilía que Jesús hace por nosotros lo que haría el hijo de un juez ante un condenado por sus delitos. «Padre, este condenado es culpable, pero deja que sea yo quien cumpla la pena por él». Y el juez, que es tan compasivo como su hijo, se lo permite… ¡por amor y compasión hacia el condenado! Sólo un Dios lleno de misericordia puede hacer algo así. El Padre lo hace, Jesús asume nuestras culpas y nosotros revivimos su gesto de entrega en cada eucaristía. Muere por nosotros. Resucita por nosotros: nos resucita y nos hace renacer. ¡Basta ser consciente de esto como para vivir con una alegría exultante!

Descarga aquí la homilía en pdf.

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