2018-03-02

No tendrás otros dioses frente a mí

3r Domingo de Cuaresma - B

Éxodo 20, 1-17
Salmo 18
1 Corintios 1, 22-25
Juan 2, 13-25



Las tres lecturas de hoy tienen mucho jugo y enseñanzas, pero en el fondo, todas apuntan a un mismo mensaje: el primer mandamiento, el amarás a Dios sobre todas las cosas. Esta es la gran pasión de Jesús: amar, permanecer unido y cumplir la voluntad del Padre.

La primera lectura, del Éxodo, nos presenta una versión del Decálogo. La ley era uno de los pilares de la cultura judía. Para los israelitas, la ley los convierte en un pueblo, una comunidad compacta y unida. Hay algo en sus leyes que los distingue de otros pueblos de la antigüedad: la primacía de Dios en todo. El primer mandamiento, que implica todos los demás, es poner a Dios en el centro de nuestra vida. Amar a Dios, nuestro creador, nuestro padre, el que nos hace existir, cambia toda nuestra vida y de ese amor se desprende una moral y unos principios éticos en nuestra convivencia familiar y social.

Pero ¿qué sucede? Que, igual que en otras culturas, la ley acaba convirtiéndose en una norma rígida, en un corpus cada vez mayor y más complejo de reglas, preceptos y prohibiciones. De la imitación de Dios se pasa a una obediencia servil y vacía de experiencia. Al final, queda poco de aquel espíritu original. Uno se pierde en detalles y da importancia a lo accesorio, olvidando lo esencial. Se canonizan costumbres y tradiciones humanas y se olvida lo básico, que es el amor y el culto a Dios.

El otro gran pilar del judaísmo era el templo. La morada de Dios, su presencia en medio del pueblo, era un lugar sagrado. Pero sucede igual que con la ley. De ser un lugar de oración y adoración, pasa a convertirse en un mercado, donde la gente compra y vende, donde se regatea con Dios y se quiere pagar el cielo a plazos, donde los sacerdotes cobran impuestos y diezmos, lo que hoy llamaríamos una “máquina de hacer dinero”.

Jesús se rebela contra todo esto. Él respeta la ley, como buen judío, y respeta el templo, pero se indigna ante la degradación de ambos. En muchas ocasiones se enfrenta a los fariseos porque cumplen la ley a rajatabla, pero les falta caridad, misericordia y amor, ¿de qué les sirven tantos preceptos, si no es para ser mejores personas? Y esta vez se enfrenta a los mercaderes del templo en un gesto profético que asusta a unos y entusiasma a otros. En realidad, Jesús se está enfrentando, más que a los vendedores de animales y a los cambistas, a los responsables del templo, que permiten todo ese trasiego. Hacía mucho tiempo que ningún profeta mostraba la vaciedad y la falsedad del culto del templo, reducido a un puro mercadeo. Jesús se enoja, y mucho. ¡No convirtáis la casa de mi Padre en una cueva de ladrones!

La actualidad de estos episodios sigue vigente hoy. Los cristianos tenemos una “doctrina”, unos preceptos y unas enseñanzas que hemos acabado convirtiendo en leyes rígidas, a menudo desconectadas del amor y la caridad. Corremos el riesgo de ser perfectos practicantes y penosos humanos; cristianos ejemplares, pero con el corazón duro hacia nuestros semejantes. ¿Y dónde está el mercadeo del templo? En nuestra actitud hacia Dios: te doy para que tú me des. Te ofrezco oraciones, misas, limosnas, donativos, incluso buenas obras, ¡para que respondas a mis peticiones! Nos hemos olvidado de la frase del Padrenuestro: hágase tu voluntad… y pretendemos comprar a Dios para que sea él quien haga nuestra voluntad.

El primer mandamiento, de tan sabido, lo tenemos arrinconado. Damos por supuesto que sí, que adoramos a Dios, pero ¿lo amamos sobre todas las cosas? ¡Qué pocos podríamos afirmarlo! Quizás nadie. Cuántas cosas y personas ponemos por delante de Dios. Y pueden ser muy buenas: nuestros seres queridos, nuestra familia, nuestro trabajo, una vocación… No se trata de dejar de amar todas estas personas y cosas, sino ponerlas en su lugar. Sólo Dios puede llenar nuestro corazón, de verdad. ¿Por qué, entonces, no entregárselo a él?

En cuanto al templo, en la Iglesia también podemos dar excesiva importancia a lo aparente: ritos, ornamentos, oraciones, incluso obras humanitarias y muchas, muchas actividades pastorales. Pero dejamos apartado a Dios. ¿Cuándo tenemos tiempo para él, sólo para él? Nos falta mucho silencio, mucha intimidad con Dios.

Lo que importa es Dios. Y el amor a Dios se refleja en el amor al prójimo. Lo demás es secundario. Este es el único testimonio, el mejor y el más creíble que podemos dar los cristianos al mundo: mirad cómo se aman. En el mundo la gente pide otras cosas. San Pablo lo resume magníficamente: los judíos piden signos, los griegos sabiduría. Hoy la gente pide milagros (si creen) o pruebas científicas (si son muy racionales). Nuestra sociedad se mueve entre la superstición y el racionalismo ateo. Pues bien, en la Iglesia no ofrecemos ni prodigios ni ciencia, tan sólo a Cristo, que es el amor de Dios hecho carne y presente entre nosotros. Un Dios crucificado, pobre y doliente… ¡tan escandaloso hoy como hace dos mil años! Nos piden magia, que es manipulación espiritual, y no podemos dar esto. Nos piden certezas científicas, sólidas como una ley, y tampoco podemos darlas. Pero siempre, en todo lugar, y con toda persona, podemos imitar a Cristo y dar amor.

Aquí puedes descargar la homilía en pdf.

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