2018-05-11

La Iglesia, cuerpo de Dios

La Ascensión del Señor

Hechos 1, 1-11
Salmo 46
Efesios 1, 17-23
Marcos 16, 15-20


Hoy celebramos una fiesta solemne, uno de los tres “jueves que relucen más que el sol”, según la tradición cristiana. Las tres fiestas son como una progresión, una escalada de tres cumbres hacia un misterio muy hondo y bello que tiene la virtud de cambiar nuestra vida.

En el Jueves Santo Jesús deja a sus amigos su único mandamiento, el del amor, y ofrece su cuerpo y su sangre. Se despide y a la vez se queda con ellos para siempre mediante la eucaristía. En Corpus Christi volvemos a celebrar con solemnidad esta realidad: que Jesús realmente está entre nosotros y nos da su vida, su cuerpo y su sangre. ¡Su amor nos salva! En la Ascensión, parece que el mensaje sea diferente, pues Jesús “sube al cielo para sentarse a la derecha de Dios”. ¿Acaso nos deja? No, sino que da un paso más allá. Su presencia sigue entre nosotros y nos envía al Espíritu Santo. Nace la Iglesia como comunidad donde inaugurar su reino en esta tierra.

Podría parecer que la Ascensión es la fiesta del Dios que sube al cielo, que se aleja. Así lo viven los apóstoles en un primer momento. Se quedan arrobados mirando a las alturas y los ángeles tienen que hacerles reaccionar: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»

En realidad, en ese momento en que Jesús “sube” para estar con el Padre, se produce algo diferente: es el cielo el que baja hasta la tierra, a través de la Iglesia. El Padre, siempre presente; el Hijo, en el pan y el vino eucarístico, y allí donde dos o más se reúnen en su nombre, y el Espíritu Santo que todo lo penetra con su gracia. La ascensión es, en realidad, la fiesta que culmina el descenso de Dios al mundo. Este Dios que es amor, que es amigo y aliado nuestro, construye su hogar definitivo entre nosotros para quedarse y acompañarnos siempre.

San Pablo en su carta a los Efesios reza para que el Espíritu nos ilumine y nos haga comprender cuánto don hemos recibido. Dios todo lo ha puesto bajo los pies de Jesús, y todo lo ha dado a la Iglesia. Es decir, que nos lo ha dado todo: amor sin medida, gracia, fuerza, poder, capacidades y talentos… Más aún, se nos ha dado a sí mismo, el máximo tesoro. Con él tenemos todo el bien imaginable en nuestras manos, ¡basta que lo aceptemos! Si fuéramos conscientes de esto, jamás tendríamos motivo para quejarnos ni ganas de estar tristes y desanimados. Ojalá en esta fiesta de la Ascensión convirtamos nuestras parroquias y comunidades en verdaderas embajadas de su reino, verdaderos cielos en medio de la tierra.

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