2018-06-14

El Señor hace brotar los árboles

11º Domingo Ordinario - B

Ezequiel, 17, 22-24
Salmo 91
2 Corintios 5, 6-10
Marcos 4, 26-34

Las lecturas de este domingo nos traen imágenes preciosas de la naturaleza. En la primera lectura, una rama de cedro trasplantada, que se convierte en árbol frondoso en la cima de un monte. En el salmo, una palmera, un frutal que da sombra y fruto abundante. En el evangelio, una semilla enterrada que, sin que nadie sepa cómo, germina y crece. En medio de estas imágenes, San Pablo nos habla de otra vida en Dios, más allá de nuestro cuerpo mortal.

Los seres humanos somos como semillas plantadas. Nuestra vida no nos viene de nosotros mismos: nos es dada, y tampoco está en nuestras manos controlar el ritmo de crecimiento. No sabemos cómo, ni por qué, pero nuestro cuerpo se desarrolla y funciona, realizando mil y una tareas sin que intervenga nuestra voluntad. Respiramos, digerimos, nuestras células se multiplican, se regeneran y otras mueren. Nuestro corazón late sin cesar, nuestro cerebro procesa miles de señales y lanza miles de órdenes que no pasan por nuestra conciencia. ¡Qué asombrosa es la vida! La nuestra, y la de cualquier ser vivo. El clima, el entorno y lo que nos nutre afectan a nuestro crecimiento y a nuestra salud, pero hay una fuerza vital que nos sostiene, que siempre está ahí. El aliento de Dios sopla en nosotros. Nuestra tarea es ser buena tierra y procurar que el entorno sea lo más favorable posible.

Si esto es así en la vida natural, biológica, ¿cómo será la vida espiritual? Jesús dice que el reino de Dios es como esa semilla que el sembrador planta. Él prepara la tierra, siembra y cuida el campo. Pero el crecimiento interior de la semilla no es cosa suya, sino de Dios. Con el alma sucede lo mismo. Nosotros podemos cuidarla, alimentarla, entrenarla con virtud y dirigirla hacia buenos fines. También podemos maltratarla y ensuciarla, o ignorarla y dejarla morir de hambre. Pero siempre está ahí, con un potencial inmenso, esperando que la habitemos y que dejemos habitar en ella al autor de la vida, nuestro creador.

San Pablo no sólo habla de la vida espiritual, sino de la vida eterna, resucitada, esa vida que no vemos, pero en la que creemos. Somos como labradores que hemos sembrado el trigo. Cuando aún no han brotado los tallos, ya imaginamos el campo lleno de espigas, y confiamos que de esa tierra saldrá buen pan. Así es la fe: creemos lo que no vemos, pero confiamos que será. Podemos alegrarnos de la cosecha mientras la semilla todavía está enterrada, porque en ella hay una vida latente. Así, podemos alegrarnos por nuestra resurrección porque contemplamos nuestra vida actual, que es la semilla plantada en la tierra.

En la parábola del grano de mostaza, de Jesús, y en la primera lectura de Ezequiel, sobre la rama del cedro, aún hay otro mensaje.

El reino de Dios, como la vida, no llega con gran estruendo ni propaganda. No viene a bombo y platillo, sino que brota con humildad, casi a escondidas. El reino de Dios nace como una semilla minúscula que pasa desapercibida. Pero cuando eclosiona y crece, se convierte en un árbol frondoso que acoge a las aves y da buena sombra, y mucho fruto.

Esta es una imagen preciosa de lo que debe ser la Iglesia: humilde y silenciosa en sus orígenes, pero llena de una vida inmensa, que le viene de Dios, y capaz de convertirse en madre y hogar para millones de personas.

Y es también una imagen de lo que puede ser nuestra vida cristiana: una vida sencilla y sin pretensiones, llena de Dios, nos convertirá en cedros del Líbano bien plantados a cuya vera muchos querrán acogerse. No tenemos que esforzarnos por ser importantes, por ser muchos, por ser notorios y célebres. No tenemos que hacer nada: sólo dejar que la semilla de Dios crezca en nosotros. Cuidarla, con amor, y dejarla crecer. ¡El fruto nos sorprenderá!

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