Génesis 2, 18-24
Salmo 127
Hebreos 2, 9-11
Marcos 10, 2-16
La primera lectura de este domingo es muy conocida: relata
la creación de la mujer como culmen de la obra de Dios. Quizás por haberla oído
tantas veces no reparamos en algunos aspectos que conviene notar. Recordemos,
por supuesto, que el Génesis está escrito desde la perspectiva de un varón
hebreo quinientos años antes de Cristo. Teniendo en cuenta ese trasfondo
cultural, siempre podemos extraer una enseñanza atemporal que atraviesa los
siglos y sigue vigente hoy.
Dios acaba de crear al hombre. Lo ha puesto en mitad del
paraíso, con toda clase de plantas y animales, rodeado de belleza. Y, sin
embargo, el hombre está solo. Toda la naturaleza no basta para llenar su
corazón. Necesita a alguien semejante a él. Semejante y a la vez diferente. Y
Dios crea a la mujer. Podemos imaginar la escena: Adán se despierta de su sueño
y ve a Eva, radiante y hermosa. Y exclama con alborozo: ¡Esta sí! ¡Esta es
carne de mi carne y sangre de mi sangre! Se llena de alegría porque ahora ya no
está solo. Tiene una compañera, una amiga. Ahora su vida está completa.
Lo importante no es tanto el detalle anecdótico de la
leyenda de la costilla. Es una forma de explicar que ambos, hombre y mujer,
están llamados a ser una sola carne. Es decir, que el ser humano posee un
impulso innato que lo lleva a la comunión con otros. Estamos hechos para el
amor.
Este es el mensaje del Génesis. Somos criaturas hechas para
el amor y la unión. Y así lo recoge Jesús en el evangelio. Es ley de vida, y es
también ley de Dios: el hombre y la mujer dejarán su familia de nacimiento para
unirse y formar una nueva familia. Y ambos serán uno. Porque en esta unión
arraiga su máxima felicidad y plenitud.
Sin embargo, la voluntad de Dios es una cosa, y la vida real
sobre esta tierra es otra. Los impulsos de bondad que hay en nuestro corazón se
ven manchados y obstaculizados por mil cosas. Y así es como las relaciones
humanas se complican, se enturbian y se vuelven conflictivas y, a veces, por
desgracia, también violentas. El amor original se convierte en un juego de poder
y sumisión, en chantaje emocional y manipulaciones sutiles. Las familias, que
deberían ser escuela de vida y cuna de amor, a menudo se ven contaminadas por
estas trampas que empañan la felicidad y dificultan el crecimiento de las
personas. Cuando la situación llega a ciertos límites, es necesaria una ley
humana que regule ciertos conflictos. De ahí surgen las leyes sobre divorcios,
separaciones y otros aspectos.
¿Por qué ocurre esto?
«Por vuestra dureza de corazón», dice Jesús. Por la obstinación que a
veces nos ciega y nos encierra en nuestro propio egoísmo. Sólo vemos nuestros
deseos, nuestro interés, nuestras aspiraciones, y dejamos de ver al otro como
hermano y amigo. Se gestan las guerras a nivel familiar, social y mundial.
Olvidamos que hemos sido hechos para el amor e invertimos cientos de recursos,
tiempo y esfuerzo en la guerra. ¡Qué perdidos estamos!
Hemos olvidado lo esencial. Por eso Jesús dice que
necesitamos volvernos como los niños. Ellos no han olvidado. Ellos, en su
inocencia que los adultos nos empeñamos en manchar, todavía recuerdan qué es lo
más importante. Los niños sufren cuando sus padres se separan. Pueden escuchar
los motivos y racionalmente comprenderlo, pero la ruptura les deja una herida
imborrable.
Los niños saben bien qué es lo que ansía nuestro corazón,
qué nos hace verdaderamente felices. Es curioso cómo esta sabiduría innata que
todos poseemos se va perdiendo a medida que nos hacemos adultos, más
informados, con más experiencia, más curtidos y más llenos de todo tipo de conocimientos…
pero quizás menos sabios. Cuando nos dejamos llevar por las mil y una razones
que nos enfrentan a los demás, hemos perdido lo esencial. Jesús, como buen
maestro, nos lo recuerda. Estamos hechos para el amor. Lo humano es la unión,
el ayudarse, el sostenerse unos a otros. Lo más humano no es la competición
sino la cooperación. Los niños lo saben… ¡No lo olvidemos!
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