3r Domingo de Cuaresma - C
Hay que leer toda la lectura en su contexto para comprender
el significado. Hoy también comentamos las desgracias que aquejan al mundo. Los
medios de comunicación nos las hacen más cercanas que nunca: guerras, atentados
terroristas, asesinatos o desastres naturales. Es
inevitable que haya muchos que saquen conclusiones o moralejas. Antiguamente se
hacía mucho. ¿Venía una peste, un seísmo o una inundación? Algo hemos hecho
mal: es un castigo del cielo. Hoy también hay quienes piensan que todas estas
calamidades son señales del enfado divino. Como pecamos, dicen, Dios nos castiga.
Incluso desde fuera de la mentalidad religiosa, en el pensamiento ecologista,
existe cierta tendencia a pensar que la tierra responde airada ante las
agresiones y la explotación del ser humano y, en cierto modo, se toma su
venganza.
Pero Jesús nos quita esas ideas de la cabeza. Dios no es un
cruel justiciero, ni un castigador injusto. Las catástrofes ocurren. Las
provocadas por el hombre son culpa de quienes las propician, aunque las
víctimas rara vez son culpables, al contrario. El autor de estas tragedias es
el hombre, siempre. Las causadas por la naturaleza no tienen ningún tinte moral:
el cosmos es así. Si hay víctimas es, quizás, debido a la ignorancia y a la
negligencia humana, que podría prevenirlas mejor con los recursos que hay.
Jesús aprovecha esta ocasión para abordar el miedo que toda
persona tiene: el miedo a morir, a perecer de mala manera, a sucumbir
violentamente. Es el miedo innato de todo ser humano a ser exterminado,
aniquilado y disuelto en la nada.
Y Jesús nos habla de otra muerte, más sutil, pero no menos
cierta. Es la muerte en vida de quien ha dejado de creer, de vibrar con la
vida, de ansiar el bien. La muerte en vida de quien se niega a cambiar, a abrir
el corazón, a convertirse. La muerte en vida de quien se encierra en su ego y
no quiere amar ni dejarse amar, o limita su mezquino amor a unos pocos,
mientras que el resto del mundo no le importa. Es la muerte en vida del
egoísmo, del orgullo, de la obstinación y la cerrazón mental. La muerte del que
rechaza a Dios.
Jesús termina con la parábola de una higuera que no produce
nada. El amo quiere arrancarla, pero el labrador intercede por ese campo
estéril. «Déjala este año; yo la cavaré y abonaré, a ver si da fruto…» ¿Quién
es este labrador misericordioso?
La viña en el lenguaje de Jesús es el mundo. Somos nosotros,
la humanidad. Dios nos plantó y hemos dado bien poco fruto, o nada. El labrador es Jesús. Él se ha hecho humano, comparte nuestro destino y quiere rescatarnos
de la quema. Él se ofrece a cuidar la higuera. Y lo hizo: la cavó con sus
palabras, la regó con su sangre… ¡Esperando que diera fruto! Dios, como vemos,
no ha arrancado el árbol de su viña. Y a lo largo de los siglos, el labrador sigue cavando y
abonando, él y todos sus seguidores, que continúan su misión. La viña quizás no
da todo el fruto que el amo quisiera, pero va dando sus cosechas, grandes o pequeñas… y sigue creciendo,
pese a todo.
Nosotros somos, a la vez, viña y viñador. Somos planta llamada
a dar fruto y ayudantes del viñador, para que otros puedan también abrirse y
dar sus frutos. Si damos fruto y ayudamos a que otros lo den, estaremos
viviendo una vida auténtica y plena, con sentido, una vida que ni siquiera la
muerte podrá derrotar. Moriremos físicamente, sí, pero nuestro ser continuará y
nacerá a otra vida que nos espera al otro lado, junto a nuestro Creador. Y,
mientras tanto, habremos vivido despiertos, desprendiendo vida y despertando
vida a nuestro alrededor. ¡Así claro que vale la pena vivir!
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