2019-09-12

Un Dios paciente

24º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Éxodo 32, 7-14
Salmo 50
Timoteo 1, 12-17
Lucas 15, 1-32

Homilía

Las lecturas de este domingo nos muestran tres rupturas. Tres modos de rebeldía o rechazo a Dios. Y, al mismo tiempo, nos muestran también la respuesta de Dios. Lejos de enojarse o de castigar, busca la reconciliación con el hombre y se alegra cuando este regresa a él.

Hay una ruptura que vemos en el Éxodo, cuando el pueblo de Israel se cansa de esperar a Moisés, que está en el monte, y fabrica un becerro de oro para adorarlo. Esta ruptura es la idolatría, es decir: dar culto como si fuera Dios a otras cosas que no lo son. Todos podemos tener nuestros becerros de oro: el trabajo, el dinero, la buena fama, una afición o una adicción, nuestras ideas, nuestro partido, incluso nuestra familia, cuando no sabemos tener unas relaciones sanas y equilibradas. No vemos al Dios invisible y necesitamos adorar cosas palpables y visibles, cosas a las que nos apegamos y rendimos culto. ¿cuál es el problema de la idolatría? Que todo eso a lo que adoramos, sin saberlo, nos está robando lo mejor de nuestras fuerzas y energía. Nos está robando la vida, a cambio de satisfacciones efímeras y falsas. A veces, incluso nos provoca más sufrimiento. Los ídolos, a diferencia de Dios, piden mucho y dan muy poco.

Otra ruptura con Dios es muy propia del hombre moderno. Es la actitud arrogante, perseguidora e insolente. Así se define San Pablo a sí mismo en la segunda lectura. Queriendo ser un perfecto creyente, cumplidor de la Ley de Moisés, se convirtió en enemigo de Dios. Pero Jesús se dejó perseguir, se dejó alcanzar… y Pablo quedó cautivado por ese amor incondicional. Cuando Pablo experimentó el amor de Cristo, incluso hacia quienes lo perseguían, como él, todos sus esquemas mentales se derrumbaron y nació un hombre nuevo.

Jesús en el evangelio responde a quienes lo critican por codearse con los pecadores. Entonces relata una de las parábolas más bellas y profundas: la del padre de dos hermanos, o el hijo pródigo. Esta parábola es un retrato de cómo es Dios Padre.

Este retrato nos muestra una imagen revolucionaria de Dios. No es un Dios castigador. No es un Dios controlador. No obliga ni fuerza a nada, ni siquiera a hacer el bien. No coarta la libertad de sus hijos, aunque la utilicen mal. Lo da todo y no cierra ninguna puerta, ni para salir ni para entrar. Cuando los hijos se alejan, espera y no se cansa. Cuando regresan, lejos de echarles una reprimenda o darles una lección, ¡celebra una fiesta! ¿Cómo trata el padre a su hijo pequeño? Como a un rey. ¿Cómo nos trata Dios a nosotros, cuando volvemos arrepentidos a sus brazos? Como a reyes. No nos humilla ni nos castiga, sino que nos dignifica y nos llena de gozo. Ese gozo de la salvación que tan bien describe el salmo 50…

Este Dios magnánimo y perdonador, este pastor que va a buscar la oveja perdida dejando a las otras en el redil, ¿no es asombroso? Quizás a muchos, en el fondo, les indigne y se resistan a creer en él. Hay muchos hermanos mayores que, como san Pablo antes de convertirse, se creen perfectos creyentes y cumplidores y no aceptan a los diferentes. Hay muchos cristianos de corazón duro que cierran sus puertas a los alejados y no reciben a los que quieren acercarse. Si la Iglesia no se muestra madre, como el padre pródigo, ¿qué hará?

Todos nosotros somos idólatras, arrogantes y un poco perdidos o pródigos. También somos orgullosos y duros, como el hermano mayor de la parábola. Jesús hoy nos invita a cambiar y a ser como Moisés, que pidió misericordia para su pueblo. Como Pablo, convertido por el amor y la paciencia de Dios, apóstol entusiasta. Como el hijo menor, humilde para aceptar el perdón y la acogida de su padre. Pero, sobre todo, nos anima a ser como él, pastor valiente que va a buscar a la oveja perdida, y como el Padre, que ama a todos y olvida todas las ofensas.

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