2023-10-13

28ª Domingo Ordinario A

Las últimas parábolas del evangelio de Mateo son llamadas urgentes: Jesús nos presenta el reino de Dios como un espléndido banquete de bodas, pero ¿por qué hay tanto rechazo a la invitación? Lecturas: Isaías 25, 6-10. Salmo 22. Filipenses 4, 12-20. Mateo 22, 1-14.

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A casi todos nos encanta que nos inviten. ¡Qué honor, ser invitados a la boda de unos amigos, a un bautizo, a una celebración de aniversario! La invitación es un reconocimiento de amistad, un gesto que nos dignifica y refuerza nuestros vínculos con aquella persona que nos convida. También es la promesa de una fiesta, de un tiempo hermoso de encuentro y alegría con los demás.

¿Qué diríamos si supiéramos que alguien es invitado a una boda y se excusa diciendo que tiene mucho trabajo? ¿Y si dijera que no puede porque tiene que pintar su casa? ¿O que tiene que llevar al taller su coche, o programar una visita médica justamente para ese día? Las bodas siempre se organizan con mucho tiempo de antelación. ¿No nos parecerían absurdos esos pretextos para no ir? De inmediato pensaríamos: Todo eso son excusas. Lo que pasa es que esa persona no tiene ganas de ir a la boda. Le importa poco que sea una fecha especial para el amigo que le ha invitado. Sus asuntos, hasta los más triviales, son más importantes que ¡una boda!

Jesús utiliza esta parábola para explicar una verdad más honda. Es Dios quien nos invita a su reino. La boda es el desposorio del hijo de Dios con la humanidad, el encuentro amoroso entre Jesús y cada uno de nosotros. La boda, podríamos decir, es también una imagen de la eucaristía. Y ¿a quién invita Dios? Primero a sus amigos, a quienes se supone que están cerca de él. En el caso del evangelio, Jesús se refiere al pueblo de Israel. Cuando Israel rechace la invitación, el convite se extenderá a todo el mundo. ¿El único requisito? Llevar el traje de bodas: es decir, acudir con alegría y con ganas, con el alma vestida de fiesta.

¿Es posible rechazar una invitación de Dios? Por increíble que parezca, así es. Dios nos invita a su amor, nos convida a una fiesta donde quiere obsequiarnos con lo mejor que tiene: su propio Hijo. ¿Cómo podemos rechazarlo? Es muy triste, pero Dios está recibiendo desplantes a diario… Y los peores desplantes no son de los alejados, sino de los más próximos, los que, en teoría, son amigos y deberían responder.

Nosotros, hoy domingo, venimos a su banquete. Hemos aceptado la invitación, por eso estamos aquí. Vamos a disfrutar de la boda. Al menos no hemos rechazado el convite. Pero ¿venimos con el traje de fiesta? 

¿Venimos por obligación, por rutina o con verdaderas ganas? ¿Venimos con el corazón abierto a recibir el regalo de esta fiesta? ¿Venimos dispuestos a escuchar la palabra y a comer el cuerpo de Jesús? Antes de venir, ¿nos hemos lavado el alma? ¿Hemos perdonado a nuestros enemigos o a aquellas personas con las que tenemos cuentas pendientes?  

Son interrogantes que vale la pena hacerse meditando, con gratitud, que cada misa es una boda a la que Dios nos convida, y en ella se da una unión preciosa e íntima, en la que nosotros ya no somos meros invitados, sino coprotagonistas. Nosotros somos la novia, la desposada, la muy amada de Dios Padre y el Hijo. Nuestras arras y nuestra corona nupcial serán el fuego y los dones del Espíritu. ¿Podemos rechazar esto?

Vivamos cada eucaristía plenamente, profunda y gozosamente, como un auténtico banquete de bodas. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muchas gracias por el esfuerzo de la realización y la generosidad en el compartir.