Salmo 121
Segunda lectura: Colosenses 1, 12-20
Evangelio: Lucas 23, 35-43
En este último domingo del año litúrgico celebramos a Jesucristo,
Rey del Universo, un Rey muy distinto a los que imaginamos. Su trono es una
cruz, y desde allí revela un amor que no se impone, sino que se entrega. El evangelio
de hoy nos invita a mirar esa realeza que transforma nuestras heridas en
esperanza.
“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.” Él le
respondió: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Lc
23,42-43)
La escena es sorprendente. Jesús, clavado en la cruz, parece
derrotado. A su alrededor, algunos lo miran con desprecio, otros lo provocan, y
muchos simplemente observan sin comprender. Aquellos que pocas horas antes
aclamaban su nombre, ahora están ausentes. Y sin embargo, en medio de ese
silencio y de esa injusticia, ocurre algo que cambia todo: un ladrón
reconoce a Jesús como Rey.
Este «buen ladrón» —tradicionalmente llamado Dimas— no pide
milagros, ni bajar de la cruz, ni resolver su sufrimiento. Solo pide algo
humilde y profundo: acuérdate de mí. No cae en victimismos ni excusas;
reconoce su propia fragilidad y su pecado, y mira a Jesús con una sinceridad
que atraviesa el dolor. Y Jesús responde con una promesa que es puro consuelo: hoy
estarás conmigo.
Aquí se revela el corazón del Evangelio: la realeza de
Jesús no es poder, sino presencia. Es la soberanía del amor que no se
rinde, que no abandona, que acompaña incluso cuando la vida parece rota.
¿Qué tipo de Rey es este?
Un Rey que perdona mientras sufre.
Un Rey que escucha cuando todos callan.
En esta fiesta de Cristo Rey, la Iglesia nos recuerda que su
autoridad no se parece a la del mundo. Él reina no dominando, sino liberando;
no exigiendo, sino ofreciendo; no a través del miedo, sino de la misericordia.
Su trono, la cruz, es el lugar donde más vulnerable se hace, porque es ahí
donde más ama.
Y quizá por eso este Evangelio toca tanto hoy. Porque
también nosotros tenemos cruces, heridas, miedos, momentos en los que sentimos
que el horizonte se oscurece. En esos lugares, Jesús no llega como un juez
severo ni como un rey distante, sino como Alguien que se queda a tu lado. A
veces no cambia la situación, pero sí cambia tu corazón desde dentro.
La pregunta del buen ladrón sigue siendo una oración eterna:
Jesús, acuérdate de mí.
Es la súplica de quien reconoce que sin Él se pierde, y que
con Él todo encuentra su sitio.
Hoy, en tu vida…
Te propongo algo muy sencillo: regálate un momento para
mirar tu propia cruz. No para lamentarte, sino para invitar a Jesús a estar
contigo en ese lugar concreto donde más lo necesitas. Puede ser una
preocupación familiar, un miedo que te acompaña noche tras noche, una herida
del pasado, un cansancio que pesa.
Oración

1 comentario:
Mil gracias Padre Joaquin por esta preciosa reflexion y por el ejercicio de Fe que nos propone, hermoso!!
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