2006-06-04

Pentecostés, el fuego de Dios

La familia de Dios

En esta fiesta celebramos un acontecimiento clave en nuestra historia: el nacimiento de la Iglesia. No se entendería un largo trayecto de más de 2000 años de Cristianismo sin el soplo del Espíritu Santo sobre los primeros discípulos.

La Iglesia naciente predica con fuerza, tenacidad y entusiasmo, convencida del mensaje redentor de Jesús. Hoy, nosotros pertenecemos a una institución que va más allá de las estructuras: somos familia de Dios, amigos de Dios. Le pertenecemos. Y él, con inmensa generosidad, nos regala su Espíritu Santo.

Ese Espíritu Santo que descendió sobre los apóstoles es el mismo que recibimos en el Bautismo, en la Confirmación y en la Eucaristía. Siempre presente, vela por nosotros.

Muchas personas argumentan diciendo que creen en Dios, pero no en la Iglesia, y dicen no necesitar de una institución para relacionarse con él. Pero nuestra adhesión a Jesús implica algo más que la fe individual y personal. La verdadera adhesión a su mensaje nos lleva a vivir en comunidad. No podemos vivir la fe solos, al margen de la familia de la Iglesia. Necesitamos un sentido de pertenencia a una comunidad. Más allá de la liturgia, ser cristiano significa sentirse parte de la familia de Dios y saber vivir las consecuencias de esta experiencia puertas afuera, en medio del mundo. Pasadas las puertas del templo, ¿somos testimonios vivos de esta experiencia de cielo en la tierra? La eucaristía no es otra cosa que pregustar el paraíso, saborear un anticipo de la eternidad que nos espera. Nuestra actitud al salir de la celebración ha de ser de profunda gratitud a Dios por el regalo de su Espíritu.

Herederos de una misión

Para los cristianos es importante sentirnos familia, pertenecientes a una realidad trascendente en medio del mundo. Somos parte de Dios y herederos de la instrucción que Jesús dio a sus apóstoles: id y predicad la buena nueva a todas las gentes. Como los atletas, hoy tomamos el relevo de esa misión y estamos llamados a llevar la llama del Espíritu Santo al mundo.

La fuerza de los primeros apóstoles fue enorme. El Espíritu caló en lo más hondo de su corazón. ¡No tenían miedo! Jesús había atravesado los muros del cenáculo, saludándoles con estas palabras: ?Paz a vosotros?. No sólo atraviesa los muros, sino que penetra su corazón, abriéndoles el entendimiento. Por fin los discípulos serán capaces de dar un salto cualitativo en su fe: ahora no sólo creerán, sino que sabrán dar su vida. No permanecen quietos y salen a predicar.

Un fuego que cala hondo

El Espíritu Santo los llena de alegría. Hemos de salir de nuestro cenáculo interior, cerrado y egoísta, de nuestras miserias, resquebrajada la rígida estructura humana y dejando que la brisa fresca del Espíritu penetre en nuestro corazón, para darnos fuerza y entusiasmo.

Celebramos el nacimiento de la Iglesia en el mundo. Celebramos que, para nosotros, quien está a nuestro lado es nuestro hermano. Nuestro hogar es éste. Nuestra familia va más allá de los vínculos de sangre o de las ideologías. Nos une el amor de Dios. Pese a nuestras flaquezas, somos llamados a generar Reino de Dios en el mundo. Hemos de llenar el mundo de esperanza, ilusiones, solidaridad. Hemos de ser bálsamo para los pobres y para los que sufren, tónico para el alma que padece. Ante el dolor y el sufrimiento ?dos realidades muy humanas ?la esperanza se erige como un anhelo genuinamente humano. La esperanza y el amor salvan al hombre de perderse en el vacío.

¡Vale la pena creer! Hoy hemos de salir con alegría de este templo: Dios nos llena y nos colma con su mayor regalo: el Espíritu Santo.