2007-09-16

El cielo se alegra cuando un pecador se convierte

Domingo XXIV del tiempo ordinario.
Ciclo C
Lc 15, 1-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”.

Los que se creen perfectos

El evangelio de hoy vuelve a señalar la controversia que se daba entre Jesús y los fariseos. Era muy frecuente que se acercaran a Jesús publicanos y gentes consideradas pecadoras. Eran personas que sentían que algo debía cambiar en su vida y reconocían que en Dios estaba la respuesta a su búsqueda, el sentido de sus vidas, la felicidad. Marginados por su condición de publicanos, tachados de pecadores, acudían a Jesús, quien los escuchaba y les hablaba al corazón.

Los escribas y fariseos pertenecían a un grupo prestigioso, una clase social alta y de buena reputación. Observantes estrictos de la Ley, llegaban a creerse puros y perfectos, en contraste con los pecadores, y formaban una elite con poder religioso e influencia sobre el resto de sus conciudadanos. Hoy día, este grupo podría muy bien ser el conjunto de los creyentes, los que van a misa, cumplidores con el precepto. La tentación de juzgar y señalar a los demás es la misma.

Son estas personas, que no reconocen fallos en su conducta, que no creen necesitar la misericordia de Dios, los que murmuran y critican a Jesús.

La salvación es un regalo

Jesús responde a sus murmuraciones con tres parábolas: la oveja descarriada, la dracma perdida y el hijo pródigo. En todas ellas, lo más importante a destacar, más incluso que la conversión del corazón, es la inmensa misericordia y generosidad de Dios. No se trata tanto de esforzarse, de ganar méritos, de hacer el esfuerzo por convertirse y volver a él, como de recibir la gracia inmerecida de Dios. La salvación es un regalo suyo. Una relación mercantilista, que ofrece favores a cambio de la gracia, no nos garantizará el cielo. El mismo Papa Benedicto XVI lo apuntó recientemente en una de sus homilías: el solo hecho de venir a misa y cumplir el precepto no nos asegura la salvación. Dios nos regala su perdón. Más que nuestro esfuerzo, el amor infinito de Dios, su gracia, su iniciativa, serán lo que nos salve.

El pastor busca a la oveja descarriada. Cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros y comunica con alegría a sus amigos que ya la ha encontrado. Así mismo la mujer, cuado encuentra su moneda perdida, reúne a sus amigas y celebra el hallazgo. El cielo se alegra con cada persona que se convierte, que es hallada y que regresa al amor de Dios.

Evangelizar con respeto

La figura del pastor que sale en busca de la oveja perdida nos muestra que los cristianos no podemos quedarnos encerrados en nuestro redil. Hemos de salir más allá de nuestro territorio, proyectándonos hacia fuera, evangelizando, con dulzura, con belleza, con hondura; hemos de aventurarnos para ir a los que no conocen a Dios o viven al margen de él.

Pero, en nuestra tarea evangelizadora, nunca debemos forzar la fe. Colonizar no es lo mismo que invitar, ofrecer, regalar. Jamás hemos de imponernos. Estamos llamados a conquistar, a seducir, a atraer, con ternura, a los demás, con un profundo respeto a su libertad.

Tan sagrado es creer como respetar la libertad del otro. La fe no puede imponerse. Antaño, la pedagogía era más impositiva. Algunos tal vez aún recordamos aquella frase: “la letra con sangre entra”. En la evangelización no puede ser así. Hemos de educar enamorando.

La ruptura, el mayor sufrimiento

La parábola del hijo pródigo nos muestra con claridad cómo es Dios. En esta historia, vemos como un joven insensato pide su herencia y dilapida sus bienes. Cuando lo ha gastado todo, se queda solo, siente frío y hambre. Alejado de su padre, de su familia, de su hogar, su hambre, antes que nada, es un hambre de calor.

Entre tanto, el padre siempre espera, asomado al camino, día tras día, anhelando que el hijo vuelva. Y el hijo regresa, compungido, y pronuncia aquellas palabras: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No merezco llamarme hijo tuyo. Acéptame, al menos, como uno de tus criados”.

El padre lo acoge, lo abraza, lo cubre de besos, lo viste y festeja su regreso.

El retorno del hijo pródigo es una imagen de la conversión. No sólo se refiere a una conversión en el sentido moral, de abandonar una vida disoluta o reprobable. El sentido más hondo de la conversión es la reparación de una ruptura. El padre sufre con la ruptura, del mismo modo que Dios sufre cuando el hombre rompe con él y se aleja, creyéndose mejor que nadie, por encima de los demás, pensando que puede prescindir de su amor.

El hijo mayor de la parábola reacciona de manera agresiva ante la bondad de su padre. Lo increpa con dureza. “A mí, que siempre he estado a tu lado, obedeciendo todas tus órdenes, jamás me has ofrecido una fiesta”. Si realmente estuviera unido al padre, se sumaría a su alegría. En cambio, tiene celos. Su actitud también nos interpela. Dios es tan compasivo que, a veces, su misericordia nos indigna. Pero, ¿cómo puede enfadarnos que Dios sea bueno y misericordioso con el pobre, con el pecador? El hijo que no se ha ido de casa está mucho más distante de su corazón. El que estaba cerca, en realidad, está muy lejos. Se enfada. Ha roto con él.

La peor inmoralidad

A veces tendemos a interpretar el pecado reduciéndolo a cuestiones de moral sexual. Pero también existe la moral social. Peor que la pornografía es el afán de poder. Peor aún que la prostitución es el orgullo y la soberbia. Existe la pornografía del terror, del egoísmo, de la prepotencia, mucho más terrible que la del sexo. Porque ésta tiene enormes consecuencias morales. Cuando una persona se endiosa y se olvida de los demás, cuando se convierte en el centro de su propia vida y cae en la vorágine de la avaricia, del afán de dinero y poder, ignorando la pobreza y el sufrimiento de aquellos que sufren por su causa, esa persona cae en la mayor de las inmoralidades. Está atentando contra la caridad, la fraternidad, la solidaridad y el bien de las personas. Está rompiendo con Dios.

Dios también es alegría

Dios es paz, comprensión, misericordia. Pero también es fiesta y alegría. Se regocija y quiere celebrar la venida de los que se han convertido y vuelven a él.

¿Sabemos alegrarnos con él? ¿Estamos en su órbita, sintonizando con su corazón? ¿Perdonamos como él? ¿Somos compasivos? Por supuesto, que todos necesitamos convertirnos, nunca estamos totalmente limpios de corazón. Pero lo deseamos, y este deseo va acompañado de una misericordia creciente con los demás, especialmente con aquellos que no nos caen bien, con los que nos critican o nos han ofendido, con los que nos desprecian. Cuando lleguemos a las puertas del cielo, no nos examinarán de nuestros méritos, sino de lo mucho que hemos amado, de lo mucho que hemos perdonado. Las puertas del cielo se abrirán en la medida de lo mucho que hayamos dejado que Dios corone nuestra existencia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Joaquin, he leido tu reflexión respecto al egoismo y al afán de dinero y/o poder y lo comparto plenamente.
Lo que me aturde es como se puede conciliar el perdón absoluto del malechor con el principio de justicia. ¿ se puede perdonar y a la vez exigir el cumplimiento de la pena que merezca una acción punible? ¿es justo perdonar si no existe arrepentimiento del causante? Ya se que Jesús perdonó a los que lo mataron a pesar de que no se arrepintieron de ello, pero se me hace dificil. En fin es solo una reflexión para compartir. JFBP

Joaquín Iglesias Aranda dijo...

Este es el reto cristiano: saber perdonar sin límites. No obstante, el perdón no está reñido con la ley ni con la justicia. El perdón no excluye que un delincuente deba pasar por un proceso de reparación desde un punto de vista legal y social. Ahora bien, en nuestro fuero interno siempre hemos de perdonar. El valor del perdón afecta, en primer lugar, a uno mismo, al que perdona. Independientemente del arrepentimiento del otro, tanto si lo merece o no, hemos de aprender a perdonar y a vivir sin resentimientos. El perdón es una de las características más importantes del cristiano. El mayor ejemplo, como bien dices, es Jesús en la cruz.