Domingo XXX del tiempo ordinario. Ciclo C.
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!”· Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Lc 18, 9-14
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!”· Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Lc 18, 9-14
La vanagloria del fariseo
Jesús tiene una gran habilidad pedagógica. A la hora de enseñar a su gente, se vale de un gran método: la parábola. A través de ella, instruye y comunica un mensaje a quienes lo escuchan.
En esta ocasión, Jesús quiere recalcar que lo más importante para un creyente no es tener muchas cualidades como persona, o ser un perfecto cumplidor. La parábola nos alerta sobre la soberbia espiritual: no creamos ser mejores por el hecho de cumplir con todos los preceptos.
Jesús nos describe dos formas muy claras y antagónicas de dirigirse a Dios: la del fariseo y la del publicano.
El fariseo se vanagloria, erguido y autosuficiente, y agradece no ser como los demás. Su acción de gracias comparándose con otros no es un verdadero acto de adoración a Dios. En realidad, se está convirtiendo en un idólatra de sí mismo.
El fariseo, además, presume ante Dios de ser un gran cumplidor, de participar en los rituales de su tradición, de dar el diezmo… El contenido de su plegaria se centra en presumir, ante Dios, de todo lo que hace. Esta actitud lo aleja del auténtico sentido de la oración, que es apertura sincera de corazón para dejarse llenar por Dios. El fariseo ya está lleno, saturado de sí mismo. En su gesto vemos también desprecio hacia los demás.
Jesús dirá de él que “no queda justificado”. La comunión con Dios pasa por el amor, incluso a los que consideramos enemigos o alejados de nuestra consideración, aquellos que el fariseo llama “pecadores, ladrones, adúlteros”. Pasa por amar, respetar y dignificar, también a éstos. Reducir nuestra fe a meros actos rituales, aunque éstos tengan un contenido religioso, es empequeñecer el potencial de nuestra adhesión a Jesús.
En qué consiste la perfección
Detrás de ese desprecio también se manifiesta un espíritu fuertemente crítico. Los que se creen perfectos o mejores que nadie son los que tienen una mayor tendencia a la crítica, o a erigirse en jueces de la conducta de los demás. Ser bueno no es necesariamente ser perfecto; la perfección cristiana consiste en semejarnos a Dios en aquello más genuino suyo: el amor.
Hemos de ir más allá del valor antropológico de los rituales, que no hay que desmerecer como experiencias simbólicas de nuestra fe. Hemos de convertirnos en samaritanos del amor.
La perfección no sólo comporta el cumplimiento de las obligaciones, sino el amor a Dios, “con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser”, y en amar al prójimo tal como amamos a Dios.
La humildad del publicano
Frente a la verborrea y la petulancia del fariseo, el publicano apenas se atreve a elevar los ojos ni a decir nada. Sólo suplica, una y otra vez: Dios mío, ten compasión de mí. Esta es una oración sincera y auténtica, una oración que Dios ama: la oración del humilde, que se siente pequeño, que sabe que no es nada, pero que, frente a su misericordia, sabe que se convierte en algo grande, en hijo suyo.
El publicano se arrodilla en signo de reverencia, en actitud penitente, y pide la misericordia de Dios. Sólo quien se siente perdonado y amado puede vivir una gran experiencia de Dios en su interior.
Cuánto nos cuesta a los cristianos venerar a Dios, reconocernos pecadores y dejar que él entre en nuestras vidas. La mansedumbre es un valor cristiano muy olvidado, en un mundo en el que todo se cuestiona, incluso la existencia misma de Dios. Sin darnos cuenta, podemos caer en el orgullo del fariseo. Hemos de estar alerta para no resbalar en esa arrogancia, ¡es tan fácil! Sólo cuando la oración brote del corazón, humilde, se establecerá una auténtica comunicación con el Creador. Y será casi sin palabras, con una receptividad total a su perdón y a su misericordia infinita.
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