2007-11-01

Todos los Santos

Semana XXX del tiempo ordinario. Ciclo C.
En aquel tiempo, viendo Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Mt 5, 1-12

El retrato de los santos

La Iglesia celebra hoy la fiesta de Todos los Santos: tanto los anónimos, las miles de personas que han muerto y reposan en la gloria de Dios, como los canonizados, cuya vida nos es un ejemplo y que veneramos en los altares.

Todos ellos son santos. Pero, ¿en qué consiste la santidad? ¿Qué es un santo?

La santidad es un concepto cristológico. Jesucristo es el Santo de todos los santos. Y lo es porque abrió su corazón a Dios, viviendo una íntima relación con él, en toda su plenitud. La vivencia plena del amor de Dios: esto es la santidad. Y esta experiencia ha sido el tesoro de innumerables personas, de épocas, orígenes y carácter muy diversos. En nuestro santoral encontramos gigantes, como san Pedro y san Pablo, santa Teresa, san Ignacio, la madre Teresa de Calcuta… hasta los últimos casi quinientos mártires beatificados. La cercanía a Dios a lo largo de sus vidas, el sentimiento profundo de su amor, es la característica propia y común de todos los santos.

El autor sagrado define el retrato robot del santo en las bienaventuranzas. Es un texto que aparentemente suena como una contradicción. ¿Cómo se puede ser feliz en la tribulación? ¿Cómo vivir con alegría en medio del sufrimiento? Todas las bienaventuranzas van seguidas de una promesa de vida eterna: ganar el Reino de los Cielos.

El primer bienaventurado es Cristo, el que hace la voluntad del Padre, aunque sabe que esto le acarreará consecuencias: dolor, persecución y muerte. Por tanto, las bienaventuranzas son, en realidad, un retrato del mismo Cristo y un mensaje de aliento a sus seguidores, que un día imitarán sus pasos por fidelidad y amor a Dios.

Los pobres de espíritu

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. La pobreza de espíritu no se refiere a la pobreza sociológica o económica, sino a la actitud ante Dios. Cristo se despoja de todo su rango para abrazar la humanidad. Abraza la cruz, se hunde en la muerte, y luego resucita.

El pobre de espíritu tiene una actitud de apertura, de generosidad; da lo que tiene, todo lo comparte. Este es el pobre teológico y franciscano. Cuando Cristo se encarna, se abandona, confía, abre las puertas de su corazón a Dios. Este es el sentido de la palabra pobre en este contexto. No tiene nada que ver con lecturas sociológicas o marxistas que han querido ver un contenido político en este evangelio. Es el “pobre de Yahveh”, expresión bíblica que designa al hombre que se abandona y confía totalmente en Dios. Este pobre de espíritu vivirá la bella experiencia de la proximidad de Dios ya en su vida terrena. Dios reinará en su existencia, ahí comienza el Reino para él.

Consuelo para los que lloran

Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Cristo llora. Ante la tumba de su amigo Lázaro, a quien amaba, solloza. Dichosos los que lloran con motivos bien fundados. No los que derraman lágrimas de rabia porque no pueden obtener sus deseos, o porque no alcanzan las cosas que quieren. El evangelio nos habla de las lágrimas derramadas por amor, las lágrimas del que llora porque ama. Muchas personas lloran a causa del sufrimiento, el dolor o la injusticia, moral o social. Pero, cuántas lloran porque son fieles a sus convicciones y son, por ello, rechazadas. Cuántas lloran porque no hallan respuesta a su amor. Dios está cerca de esas personas heridas, que lloran a causa de la amistad, la paciencia y la ternura.

Los sufridos heredarán la tierra

Dichosos los que sufren, porque ellos heredarán la tierra. Seguir a Jesús a veces nos comportará sufrimiento e incomprensión. La Iglesia, por amor a Dios, sufre golpes y ataques. Pero quien sigue fiel encontrará un mundo nuevo. Esa tierra nueva, de la que también habla el Apocalipsis, es en realidad el encuentro pleno con Dios, el paraíso.

Hambre de Dios

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados. Esa hambre, esa sed, son el anhelo de Dios, el deseo de su amor. Cuando uno padece hambre y no puede alimentarse, se debilita. Así también la persona hambrienta de amor desfallece. Mucha gente sufre hambre de Dios, busca y no lo encuentra. La justicia evangélica no es la justicia de las leyes —¡a veces la justicia humana es tan injusta!— sino la justicia de Dios.

La justicia divina es el amor de Dios, que no consiste en juzgar, sino en generosidad absoluta, que va mucho más allá de dar a cada cual lo que le toca. La justicia de Dios es derroche de bondad. Los que persiguen esta justicia son los que tienen hambre de ser mejores, de amar más, de crecer, de compartir su sabiduría, su experiencia. No estamos hablando de derecho sino de la justicia que sale de Dios.

La Iglesia nos ofrece la mejor comida para esta hambre: la eucaristía. El mismo Cristo se nos da como alimento y bebida que nos sana y repara nuestras fuerzas.

Misericordia infinita

Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. La misericordia es otra característica de Jesús, siempre paciente, rebosante de compasión y de comprensión. A nuestro alrededor solemos encontrar justamente lo contrario: la dureza y la crítica son constantes. Juzgamos a los demás sin comprender su situación. Dichosos los que tienen un corazón compasivo, dice Jesús, porque ellos también recibirán la comprensión y la ternura de Dios. La parábola del hijo pródigo es el mejor ejemplo de esta misericordia. El Padre contempla a su hijo perdido con magnanimidad y compasión infinita, es todo amor.

Los limpios de corazón

Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. El hombre más limpio de corazón es Jesús, que nace sin mancha. Esta bienaventuranza alude a la limpieza de actitudes morales y éticas. El egoísmo, los recelos, las envidias, empañan nuestro corazón. Cuando depuramos nuestras intenciones y barremos la suciedad del alma, el deseo de vanagloria, el afán de posesión, de dominación sobre los demás, entonces nuestro corazón queda limpio y abierto. Los sacramentos nos lavan, especialmente el de la reconciliación, y nos ayudan a dejar atrás todo aquello que nos impide estar en comunión con Dios.

Los constructores de paz

Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Jesús es el príncipe de la paz. Llega a morir para que otros no mueran por él. Su paz no es una ausencia de conflictos, sino que sale de lo más hondo del corazón humano. Es la paz que brota del interior, cuando uno se sabe profundamente amado por Dios. Esa certeza genera tal sosiego, tanta calma, que nadie la puede arrebatar al que así la siente.

Los que trabajan por la paz no son sólo los pacifistas, o los activistas que se manifiestan, gritando, pidiendo paz. El primer paso para construir la concordia es estar en paz con uno mismo. A partir de ahí, hemos de buscar la paz con el cónyuge, con la familia, con los vecinos, los compañeros de trabajo, la sociedad. La persona pacífica sabe que sólo la fuerza de la paz, de la justicia y del amor puede cambiar el mundo. La paz nace en lo hondo de uno mismo, al igual que la guerra. Cuántas pequeñas guerras estallan a nuestro alrededor y, a veces, las alimentamos. Comienzan con las luchas internas, pasan a las peleas en el ámbito personal, familiar, laboral y social… hasta llegar al internacional. Por eso es tan importante educar, ya a los niños desde pequeños, a buscar la paz interior y en la convivencia. Evitemos esas pequeñas masacres en nuestros ámbitos cotidianos.

El gozo de los perseguidos

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia… Dichosos cuando os insulten, os calumnien y hablen mal de vosotros, por causa de Dios. Llegamos al aspecto martirial de la santidad. Hay opciones en la vida que no son negociables, como el ser cristiano. No renunciar a nuestras creencias nos puede llevar a un rechazo social: lo vemos en los medios de comunicación y en los ambientes políticos. Pero Jesús nos anima: estad alegres y continuad adelante. El no se echó para atrás. No renunció a proclamar su condición de hijo de Dios. Fue juzgado, condenado, torturado e insultado. Finalmente, fue conducido a la muerte en cruz. Cristo es el primer mártir.

La recompensa de los fieles es la proximidad de Dios y gozar de una alegría que no se marchita. No es un alborozo propio de quien consigue lo que quiere y vive libre de preocupaciones, no. Es la alegría de la fe. Nuestra alegría se sustenta en lo que creemos, vivimos y celebramos. Nuestra alegría es el propio Jesús. Nuestra recompensa es el torrente inagotable de su amor.

Algo por lo que vale la pena luchar

Si vale la pena luchar por algo, es por Dios. Vale la pena defender lo que somos y creemos. No con la espada y las armas, por supuesto, pero sí con tenacidad y valor. No hemos de callar. Somos cristianos por un don de Dios, ni siquiera por nuestros méritos. En realidad, ¡somos tan cobardes! Pero estamos llamados a la santidad. Ojalá todos iniciemos este camino y perseveremos en él con valentía.

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