2008-03-23

Pascua de Resurrección

Ciclo A
Jn 20, 1-9

La resurrección de Cristo es la fiesta por excelencia de la vida cristiana. Sin este acontecimiento, no se entendería la vida de la Iglesia y el sentido de nuestro ser cristiano. Como dice San Pablo, “si Cristo no hubiera resucitado, ¡vana sería nuestra fe!”. El encuentro con el resucitado marca nuestra forma de vivir y estar en el mundo, de una manera trascendida.

La fe alumbra en la tiniebla

El evangelio de San Juan nos relata cómo María Magdalena sale al amanecer, cuando todavía es de noche, hacia el sepulcro. Su gesto es simbólico de una fe que, aún a oscuras, alienta esperanza. María Magdalena ya ha vivido una experiencia de resurrección íntima cuando se encontró con Jesús y él la rescató de las esclavitudes de su vida anterior. En su corazón alberga una última esperanza y una certeza: su Maestro no puede morir definitivamente. De aquí que, apresurada, se acerque al sepulcro al romper el alba.

Ante el sepulcro vacío, brotan sentimientos diversos: alarma, sorpresa, desolación… ¿Dónde está el Maestro? Poco a poco, la esperanza va creciendo en su interior, y María va corriendo a comunicarlo a los discípulos. En especial, se dirige a Pedro, pues reconoce su liderazgo en el grupo y busca en él confirmación de este hecho asombroso.

La autoridad confirma la fe

Pedro y Juan, el discípulo amado del Señor, corren al sepulcro. Juan, que corre más aprisa, también reconoce la autoridad de Pedro y, conteniendo su natural curiosidad e impaciencia, no entra en el sepulcro y aguarda a que él llegue. Entonces, ven que realmente el sudario está en el suelo y la tumba vacía. Jesús no está allí. Para el judío, un sepulcro vacío significa algo más que simple ausencia; es un anticipo y una primera prueba de la resurrección.

Juan, narrador del evangelio, nos cuenta que entró, vio y creyó. Es entonces cuando comprenden las Sagradas Escrituras y muchas palabras y alusiones de Jesús a su muerte y resurrección.

En este pasaje, Pedro representa el Papado, la tradición y el Magisterio de la Iglesia. Juan es el teólogo, con una viva experiencia de Dios, pero que espera, humilde, la confirmación de la autoridad. De alguna manera, esta lectura nos hace pensar que los cristianos no podemos ir inventando teologías particulares, o haciendo lecturas un tanto subjetivas de las escrituras. Es importante atenernos a los hechos y a la tradición y enseñanzas de la Iglesia, que están fundamentadas sólidamente en estos primeros testimonios, cercanos a Jesús. Muchas personas utilizan la Biblia para extraer teorías subjetivas y originales, quizás un poco ligeramente. No olvidemos que estamos hablando de una experiencia que nos sobrepasa y que va más allá de nuestras elucubraciones. Este episodio evangélico nos muestra la importancia de la comunión y de reconocer unas verdades inmutables que los cristianos coherentes no podemos cuestionar, como el hecho de la resurrección.

Vivir la resurrección, hoy

Nosotros, los cristianos de hoy, no somos testigos oculares de primera mano; no hemos vivido la experiencia de los primeros apóstoles ni hemos escuchado su testimonio, como los cristianos de las primeras comunidades. Pero sí hemos heredado esa vivencia y hemos recibido el mismo don que ellos: la gracia, el don sobrenatural de la fe. San Pablo tampoco fue un testigo directo de la resurrección y no conoció a Jesús como lo hicieron los Doce discípulos, pero su vivencia fue extraordinariamente honda y sincera. ¡Cuánto hizo, y cuán lejos llegó, movido por la fe!

Hoy, participar de la eucaristía nos hace testigos de la muerte y resurrección de Jesús. Comulgando, Jesús se hace presente entre nosotros y dentro de nuestro ser. Como predicó el Papa Benedicto en su homilía de la Vigilia Pascual, con la resurrección, Jesús rompe las barreras entre el pasado y el porvenir, y entre el tú y el yo. “El Resucitado está presente ayer, hoy y siempre; abraza todos los tiempos y todos los lugares. También puede superar el muro que separa el yo del tú. Así lo dice San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Cada vez que acudimos a misa estamos asistiendo al acontecimiento pascual y recibiendo el Espíritu Santo que alentó a los apóstoles.

Las mujeres, apóstolas

No deja de ser significativo que, en una cultura que marginaba a las mujeres y las relegaba a una posición socialmente inferior, la figura de la mujer aparezca en primer lugar en un hecho tan fundamental de nuestra fe.

Jesús se aparece, antes que a nadie, a las mujeres. Ellas fueron las únicas que no lo abandonaron en su pasión. Con Juan, ellas estuvieron al pie de la cruz. Ahora, son ellas las primeras en recibir la gran noticia de su resurrección. Esto tiene enormes consecuencias de tipo pastoral, social y cultural. La mujer tiene una sensibilidad espiritual muy profunda para captar situaciones importantes. Las mujeres se convierten en apóstolas de los apóstoles. Su actitud y su valentía son un referente para las mujeres cristianas de hoy.

Comunicar la mayor de las noticias

Hoy, domingo de Pascua, celebramos que hemos recibido la mayor de las noticias. Frente a un mundo convulso y desconcertado, donde los medios de comunicación se nutren de desgracias y catástrofes, la noticia pascual nos ha de llenar de gozo y alegría. Tenemos suficientes motivos para ser felices y no dejarnos hundir por el desánimo ni la indiferencia. Los cristianos no podemos rendirnos ante la avalancha de malas noticias. Hemos de ser comunicadores de la alegría del resucitado. Como cirios pascuales, hemos de esparcir luz y alegría en el mundo. La alegría es una cualidad esencial y constitutiva del cristiano. Nos habla de la fuerza del amor, que vence la muerte y todas las tribulaciones. Nada ni nadie nos puede arrebatar esta alegría. Cristo vive, hoy y para siempre, en nosotros.

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