2009-01-04

Jesús, la palabra de Dios - II domingo de Navidad, ciclo B

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… En la palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. (Jn 1, 1-18 )

Dios nos quiere hijos

En este segundo domingo de Navidad, la liturgia nos vuelve a proponer el prólogo del evangelio de San Juan. Con su propio estilo teológico y literario, Juan expresa que Dios asume la naturaleza humana. Dios rompe su silencio para manifestarse plenamente en Jesús, la Palabra de vida eterna. Con la encarnación del amor, en el corazón del hombre aparece la bondad de Dios y un nuevo horizonte, lleno de luz, da sentido pleno a toda su existencia. Dios se hace hombre y la humanidad anhela la trascendencia. Dios se hace cercano y el hombre se eleva en su dignidad. En la humanidad de Jesús, Dios nos hace hijos suyos. Este es su deseo más genuino: que pasemos a formar parte de su corazón, de su intimidad, de su familia, junto con Cristo.

La respuesta al anhelo más profundo

A partir de ahora, el hombre anhelará, más que nunca, a Dios, porque el afán de búsqueda está inscrito en su propia genética espiritual. Y, como decía San Agustín, no descansará hasta que lo descubra.

Dios desea la plenitud del hombre y su felicidad. La realización plena del ser humano llegará cuando se abra totalmente a Dios, cuando entienda que su vida está íntimamente ligada a su Creador. Conformar nuestra vida a la de Dios es identificarse con Cristo. Entonces emergerá en nosotros otro Cristo, convertido en luz para los que viven en la oscuridad.

Palabra iluminadora

San Juan, en su estilo circular y reiterativo, expresa la naturaleza del mismo Dios. Desde su origen, Dios es comunicación, es Palabra, y también es vida y luz que alumbra a todo hombre. Y Jesús, que desde siempre estuvo a su lado, es el mismo Dios encarnado, la palabra clara e iluminadora. Está lleno de Dios y sus palabras penetrantes son comunicación viva, osadía, fuerza, testimonio, amor. Por eso la palabra de Dios es clara, dinámica, rotunda. Expresa todo cuanto es él y su vida.

A lo largo de su ministerio público, Jesús dijo muchas cosas. Su discurso siempre estuvo conectado con su íntima experiencia de Dios. Por tanto, sus palabras eran obras y su vida hablaba de él. Se convirtió en imagen viva de Dios.

Palabra que brota de la unión

Cuántas veces hablamos y no decimos nada, y cuántas veces decimos mucho hablando poco. Jesús predicaba siempre desde el silencio de su oración con el Padre. Los cristianos también somos palabra de Dios siempre y cuando estemos unidos a él. Al igual que Jesús, entre lo que decimos y lo que vivimos no puede haber un divorcio. Jesús leva al límite su coherencia, dando la vida por los demás. El cristiano será creíble en la medida en que su palabra y su vida sean un eco de su experiencia íntima con Dios.

Cuando utilizamos la palabra para insultar, criticar, deformar o para destruir, estamos alejándonos de la bondad y la estamos prostituyendo. Santa Teresa decía siempre: “o hablar de Dios o no hablar”. ¡Cuánta palabrería llena nuestro corazón! Las palabras que no se pronuncian con amor son como regalos pisoteados y echados al sumidero del absurdo.

Palabra transformadora

En un mundo invadido por la frivolidad, sólo podemos rescatar la palabra desde el silencio cálido de la contemplación. Las palabras que salen de nuestro abandono en Dios serán transformadoras porque sabremos decir lo justo, en el momento justo y a la persona indicada. Sólo así nuestra palabra será penetrante y fecunda. Si, además, va unida al testimonio y a la caridad, la haremos fructificar con toda su potencia espiritual.

El cristiano tiene que recuperar el sentido genuino de la palabra. Si ésta surge de la intimidad con Dios, será vivificante, como el rocío del amanecer, como lluvia de primavera que riega los campos. Toda palabra ha de ser benévola, bella, creativa y llena de amor auténtico.

Acoger la palabra

San Juan sigue diciendo que la Palabra vino al mundo y a aquellos que la recibieron les dio el poder de ser hijos suyos. La fe es un regalo, que nos es dado más allá de nuestro esfuerzo. Sólo si acogemos de todo corazón a Dios, experimentaremos la alegría de sentirnos amados por él, por su propia iniciativa. El sí a Dios, a todas, engendra en el hombre una vida nueva que brota del mismo corazón del Creador. Su gracia invadirá toda nuestra existencia, haciendo de nuestra vida un cielo aquí en la tierra.

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