2009-01-25

La Conversión de San Pablo

En aquel tiempo se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará…
Mc 16, 15-18

Pablo es un hombre con una enorme fuerza. La voz de Dios cambió su vida. Ya era un creyente fervoroso, pero en su vida se produjo un cambio. Si antes era devoto de Dios, en un momento dado se dejó penetrar por Cristo. Con él, descubre la esencia del Cristianismo. Después de un tiempo de ceguera, comienza a ver de otra manera. Empieza a ver desde la claridad de Cristo. Deja de ser un orgulloso fariseo para convertirse en un humilde y entusiasta predicador del evangelio.

Un giro radical

Su conversión significa el momento en que pasó a creer en Jesús como eje y centro de su existencia. Esto lo cambió de arriba abajo. Los cambios espirituales son radicales, auténticos y profundos. No sirve querer cambiar un poquito, para ser más buenas personas. El cambio es una unión total con Cristo; el cambio es optar por la santidad, y esto significa mirar de otra manera el mundo y los hombres.

Venir a misa y cumplir con el precepto religioso no debe suponer limitarnos a seguir una rutina y, como mucho, ir modificando pequeños aspectos en nuestra vida. Hemos de dejar que Dios penetre profundamente en nuestro corazón. Esto nos hace renacer. No se trata de un pequeño cambio, sino de un giro de 180 grados, un cambio de mentalidad, una visión diferente de la realidad.

Este fue Pablo: un hombre lleno de pasión, entusiasmo, talento y creatividad. Una persona que llegaba al corazón de la gente. El Cristianismo nace con Jesús de Nazaret, pero es Pablo de Tarso quien lo expande más allá de Judea. Lo animaba la certeza de saber que Cristo vivía en él.

La misión de los cristianos

Para nosotros, ésta es la conversión: que Cristo viva en nosotros, reine en nuestra vida, nos empape con su palabra, que nos enamore.

Pablo hace suya la misión que Jesús da a los suyos: id a proclamar el evangelio a todo el mundo. A continuación, Jesús pronuncia unas palabras que pueden asustarnos: “El que crea se salvará, el que no crea se condenará”. ¿Por qué lo dice? Porque habrá personas que, teniendo la ocasión de ir a la luz, no la quieren y permanecen en la oscuridad. El que se cierra a la luz, a la bondad de Dios, cae en el abismo, en la nada; pierde hasta su propia identidad como persona.

“A los que crean”, sigue diciendo Jesús, “les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y si beben un veneno mortal no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos”.

Todas estas capacidades las tenemos los cristianos, aunque a veces de forma muy latente. Hemos recibido el don del Espíritu Santo en el Bautismo, que nos da la potestad para arrojar fuera el mal de nuestra existencia y de la de los demás.

Sanar el cuerpo y el alma

Hablarán lenguas nuevas… Sí, porque tenemos el don de hablar un lenguaje universal: el de la caridad. Cuando uno ama, descubre qué siente el otro, comprende el idioma de su existencia, de su psicología, de sus necesidades y deseos. El amor abre la frontera del corazón. Su fuerza nos hace capaces de traspasar las barreras del ser humano y de comunicarnos.

Cogerán serpientes… ¡Dios nos protege! Nos cuida y evitará que las mordeduras malignas nos dañen. ¡Dios puede mucho más que eso!

Beberán un veneno mortal y no les hará daño. El pecado y el egoísmo son picaduras que envenenan la existencia. Pero Cristo nos protege, está siempre con nosotros y nos ayudará a atravesar los temporales del mal.

Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos. Los cristianos tenemos, por la fe, el don de sanar, no sólo espiritualmente, sino incluso físicamente. ¡Cuántas enfermedades tienen su origen en dolencias del alma, en faltas de amor! Con una mirada tierna, con calidez, comprensión, ¿no creemos que el amor es tan potente que podemos ayudar a la gente enferma? El amor nos puede dar el don de la sanación. No sólo curan los médicos. Cura Dios. Curan los demás.

Quien tiene experiencia de una grave enfermedad, una vez sale del túnel, lo ve todo diferente. Los rayos de sol se ven distintos. La experiencia del dolor y la postración nos abren los ojos a realidades que, antes, no percibíamos. La luz de Cristo nos puede limpiar.

Creamos de verdad en él. Participemos de la eucaristía sintiendo su presencia, eterna, entre nosotros.

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