2009-07-04

Nadie es profeta en su tierra

— No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
Y no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.
Mc 6, 1-6

Las palabras de Jesús en esta lectura se han convertido en un refrán muy conocido: “nadie es profeta en su tierra”. Tal vez por haberlo oído muchas veces, no calibramos el tremendo significado que tiene esta frase.

La tarea del profeta es muy ingrata. Los auténticos profetas suelen ser mal recibidos. A muchas personas les incomoda escuchar discursos claros, radicales, que apelan a la verdad del ser humano y que piden una respuesta, un cambio de actitud. A menudo, son los más cercanos al profeta los primeros que lo rechazan o no saben valorar su mensaje. Quizás porque no creen que en una persona conocida y cercana, con sus limitaciones, pueda darse tal fuerza, tal entusiasmo y coherencia con su fe.

Pero el profeta que no se busca a sí mismo, sino que se convierte en mensajero de Dios, no se abate ante las críticas. Los ataques lo refuerzan y jamás se rinde. El amor que lo llena lo sostiene.

Del mismo modo, la Iglesia de hoy, siendo humana y cargada de defectos, sigue siendo depositaria de un tesoro inmenso. Por eso necesita profetas que sean su voz y muestren al mundo el rostro de Dios. A eso estamos llamados todos los cristianos. Y para ello no necesitamos mucha elocuencia: nuestras obras y nuestra forma de estar en el mundo hablarán por nosotros.

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