2009-09-19

Quien quiera ser el primero...


—Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.

Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: —El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.
Mc 9, 30-37

Apenas Jesús comunica a sus discípulos que su muerte será inminente, éstos se enfrascan en una discusión sobre quién es el más importante entre todos ellos. ¡Qué poco han entendido las palabras de su maestro! Aún buscan la preeminencia, el liderazgo basado en el poder. Y Jesús, acercando a un niño, que en aquella época era poco menos que nada, les enseña que el primero ante Dios quizás será el más pequeño, el último, el humilde, el servidor.

Detrás de la lectura podemos adivinar un intenso drama. Jesús revela, ya claramente, cuál será su porvenir. Las autoridades de su pueblo lo rechazarán y lo condenarán. Pero está solo en su dolor. Sus discípulos aún saborean las mieles de la gloria y parece que flotan en otra órbita. Ahora ya creen que su maestro es el Mesías y todavía abrigan en su interior la imagen del salvador triunfante, guerrero y vencedor de sus enemigos.

Poniendo a un niño ante ellos, Jesús derrumba sus esquemas mentales. Él, que es el maestro, se compara al chiquillo: “el que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí”. Se hace pequeño, humilde y servidor. Porque quien es grande no es él, como hombre, sino Dios. Jesús nunca habla por sí mismo, sino por el que le envía. Su misión no es su propia obra, sino la obra del Padre.

“Quien quiera ser el primero, sea el último y el servidor de todos”. Esta es una máxima cristiana de tremenda actualidad, hoy y siempre. Con estas palabras, Jesús nos llama a una vida plena, pero no por el camino de la vanagloria o la autorrealización, sino por el camino del amor y el servicio a los demás. Sólo quien ha seguido este camino descubre la felicidad que se esconde en una vida discreta y de servicio. Pero esto, tanto hoy como hace dos mil años, va a contracorriente de nuestra cultura, siempre enamorada del brillo de la grandeza y el poder.

¡Qué engañados vivimos! Las voces que nos incitan a buscar la notoriedad, la fama, el protagonismo, el “yo-mismo”, son ensordecedoras. Y, a veces, la voz más potente que nos llama es la de nuestra propia vanidad. Dios nos habla también, pero su voz es suave y tierna. Es la voz de un niño inocente, ¡y cuesta tanto de oír!

Con esta lección de humildad, Jesús marca un camino. Un camino que, sin estar exento de cruces y de espinas, nos abre horizontes insospechados. Es el sendero estrecho y casi ignorado que nos lleva a la inmensidad del cielo. El cielo del más allá y del más acá; el cielo que se alberga en el corazón que se abre para recibir y para dar, para servir y para amar.

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