Llegándose unos
fariseos, le preguntaron, tentándole, si es lícito al marido repudiar a la
mujer. El respondió: ¿Qué os ha mandado Moisés? Contestaron ellos: Moisés manda
escribir el libelo de repudio y despedirla. Les dijo Jesús: Por la dureza de
vuestro corazón os dio Moisés esta ley; pero al principio de la creación, los
hizo Dios varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y
serán los dos una sola carne...”
Mc 10, 2-16
La soledad, la mayor tragedia
El evangelio de este
domingo viene precedido por un fragmento del Génesis que relata la creación de
la mujer y cómo Dios bendice su unión con el hombre.
Este texto es rico en
contenido antropológico y teológico. El mayor drama humano, previo incluso al
pecado original, es la soledad. “No es bueno que el hombre esté solo”, dice
Dios. Y por eso crea una compañera, “una ayuda”, dice el Génesis, para que
llene ese vacío. Cuando el hombre la ve, exclama, lleno de alegría: “¡Esta
sí!”. Ningún otro ser de la
Creación es como ella. La mujer es su apoyo , su sostén, su
gozo. Sólo una compañera como ella puede saciar su soledad. El Génesis, más
allá de cualquier lectura sexista, insiste en la igualdad: ambos son iguales
ante Dios, ambos son hechos a imagen de su Creador. Ni uno es más importante
que el otro. Ambos, unidos, alcanzan la plenitud humana.
La anécdota de la
costilla también tiene otra lectura que trasciende las interpretaciones
sesgadas de género: decir que nace de la costilla del hombre significa que sale
de lo más hondo de su ser. El hombre tiene a la mujer junto a su corazón, en
sus entrañas. El amor une a las personas hasta hacerlas “una misma carne”. “Esta
es carne de mi
carne y sangre de mi sangre”, exclama el hombre, al verla. La imagen de la costilla de Adán
no significa inferioridad, sino íntima y entrañable unión.
La plenitud humana se
alcanza cuando una persona se une a otra. El ser humano no está hecho para
vivir solo, no es autosuficiente. Una pareja que se ama es la imagen más bella
de esta unión. Ambos son, el uno para el otro, ese sostén, esa ayuda, esa
salvación. La mujer salvadora ya se prefigura en el Génesis. Y el varón también
es, para ella, un apoyo que la plenifica.
Una pregunta capciosa
Los fariseos abordan a
Jesús con una pregunta tendenciosa, para ponerlo a prueba: “¿Es lícito a un
hombre divorciarse de su mujer?”.
Así lo establecía la ley
judía. Es una pregunta delicada que puede comprometer a Jesús. Jesús es buen
conocedor de la Ley ,
pero también conoce a fondo las escrituras sagradas y ha penetrado en su
sentido más profundo. A una pregunta legal, él da un respuesta teológica, que
va mucho más allá de la mera legislación.
Jesús contesta que, por
la terquedad y la dureza de corazón, Moisés permitió el divorcio. Pero no era
éste el plan original de Dios. Él nunca puede querer una ruptura. Que sea
legalmente correcto no quiere decir que lo sea moralmente.
Por supuesto que, en
ciertos casos, cuando la convivencia es imposible y una relación se ha roto, no
hay más remedio que establecer una separación. Hay ocasiones en que las
relaciones se hacen insostenibles. Tal vez en su origen estas uniones no fueron
lo bastante sólidas, o ya estaban heridas en su misma base. Por eso, con el
tiempo, acaban resquebrajándose y la ruptura se sucede, inevitable. Pero no es este
el deseo de Dios.
Dios quiere que las
personas se amen, sean fieles y generosas y sean capaces de decir sí para
siempre. Aquí radica la felicidad de la persona. Dios ha hecho una alianza con
la humanidad, que no rompe jamás. Y nosotros, a imagen suya, estamos llamados a
vivir un amor imperecedero.
Dios también sabe el
dolor inmenso que se deriva de la ruptura y la soledad, y no desea ese
sufrimiento para sus criaturas. Por esto Jesús insiste en el carácter sagrado e
indisoluble del amor.
Otros divorcios
Pero no sólo se dan
rupturas entre hombres y mujeres. Los divorcios humanos pueden alcanzar otros
tipos de relaciones. Por ejemplo, la separación y el aislamiento entre padres e
hijos —la llamada ruptura generacional—, el divorcio entre unos políticos y su
sociedad, la separación entre los jefes y sus empleados, entre los fieles y su
comunidad, o entre la persona y su vocación.
El mayor divorcio, y el
más doloroso, es la ruptura del hombre con Dios. Esta es la herida más honda y
sangrante que aflige a buena parte de la humanidad hoy. Romper con Dios, querer
apartarlo de nuestra vida, supone cortar con la fuente de nuestra existencia, de
nuestro ser, y también de nuestro gozo. El hombre desarraigado de Dios navega a
la deriva en medio de una trágica soledad existencial. Nada ni nadie puede
llenar esa grieta tan profunda. Una persona que rompe con Dios corta con el
manantial que le infunde vida interior. Comete un suicidio espiritual.
Sólo Dios puede llenar
ese hueco insondable. Y la unión con él hará posible la unión con los otros
seres humanos.
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