XXX domingo tiempo ordinario
“Bartimeo, un mendigo
ciego que estaba sentado junto al camino, oyendo que era Jesús de Nazaret
comenzó a gritar y a decir: ¡Hijo de David, ten piedad de mí! … Se detuvo Jesús
y dijo: Llamadle. … Tomando Jesús la palabra le dijo: ¿Qué quieres que haga? El
ciego le respondió: Señor, que vea”.
Mc 10, 46-52
Dios nos quiere sanos y libres
Jesús cura al ciego
Bartimeo, quien le llama insistentemente y suplica que le ayude. El evangelio
recalca su reiterada petición, ante la impaciencia y la rudeza de cuantos lo
rodean, regañándolo.
Jesús lo llama pero,
antes de curarlo, le hace una pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti?” Cuando
el ciego abre los ojos, Jesús pronuncia estas palabras, que se oirán muchas
veces en el evangelio: “Tu fe te ha curado”.
Es la fe, la fuerza que
mueve montañas, la que provoca el milagro. Claro que Dios tiene todo el poder
para sanar, pero a menudo, en muchas dolencias humanas, es necesario algo más:
Dios nos pide nuestra fe, nuestro querer estar sanos, nuestro deseo de ser
libres de la enfermedad. A menudo, para que el bien se desencadene, lo único
que hace falta es nuestra voluntad.
El amor de Jesús libera.
Sus manos abren los ojos del ciego, sanan su vista y su espíritu abatido en la
oscuridad, al igual que sanaban el cuerpo y las almas de tantos enfermos y
tullidos que acudían a él. Con su gesto, Jesús revela el rostro afable de un
Dios que cuida de sus criaturas y las quiere sanas y libres. Las manos
sanadoras de Jesús se convierten en las manos de Dios.
Tres pasos hacia la sanación
Para que se opere la
curación, Jesús casi siempre solicita algo del enfermo. No es un acto pasivo,
requiere cooperación. Vemos que en la sanación del ciego Bartimeo se dan tres
pasos muy claros. En primer lugar, él grita. Clama misericordia. Cuando la
persona toca muy hondo en su miseria y enfermedad, cuando roza sus límites y es capaz de aceptar
su pequeñez, humilde, es
cuando de su boca puede elevarse una súplica. Su grito no es
un por qué desgarrador contra el cielo, sino un ¡ayúdame!, ¡ten piedad! Cuando
se llega a este punto, es porque comienza a apuntar en su interior una pequeña
luz: la confianza.
El segundo paso es levantarse.
Cuando Jesús oye que el ciego lo llama con insistencia lo llama. Dios nos
llama. Levántate, son las palabras que curan al paralítico. También al ciego le
dice: acércate. Ven. Y él da un salto y acude, presuroso. Para sanar no sólo es
necesario pedir ayuda, sino dar un paso adelante y correr hacia aquel que puede
darte su auxilio.
Finalmente, el tercer
paso es una afirmación. Jesús le pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? Dios
también pide de nuestro deseo, que éste sea firme, sincero y claro. Cuando
Jesús oye la respuesta de Bartimeo se opera el milagro. El invidente ha
formulado su petición porque confía que Jesús puede curarlo. Y su fe no se ve
defraudada.
La ceguera espiritual
Esta lectura puede
interpretarse también en otro plano más trascendente. Hoy, el mayor drama no
son tanto las dolencias físicas, como las espirituales. La mayor tragedia es un
corazón ciego, sordo y mudo, cerrado. No hay mayor ciego que el que no quiere
ver, dice el refrán.
Casi todos los médicos
están de acuerdo en que el origen de buena parte de las enfermedades es anímico
o emocional. Un corazón que no quiere ver, que no se abre al mundo y a las
demás personas, se hunde en una gran tiniebla interior, provocando la peor de
las enfermedades. Para abrir el corazón, como los ojos, es necesario seguir el
mismo camino del ciego Bartimeo: llamar, responder, confiar. Además, Bartimeo
da otro paso. Una vez curado, va siguiendo a Jesús y proclama lo que ha hecho
con él. Sin saberlo, se convierte en apóstol y en portavoz del milagro que Dios
ha obrado en él.
Los cristianos, que hemos
recibido tantos dones espirituales, que lo
tenemos todo para ser sanos de alma y de cuerpo, también debemos recorrer ese
proceso y exultar, alegres, proclamando, como el ciego, la grandeza de Dios en
nuestras vidas.
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