2015-03-13

Tanto amó Dios al mundo...

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4 domingo Cuaresma - B from Joaquin Iglesias

Dijo Jesús a Nicodemo: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Jn 3, 14-21.

Dios desea una vida plena para sus hijos

En este cuarto domingo de Cuaresma, el relato del evangelio recoge el sentido último de la revelación cristiana: Dios es amor. En su afán porque el mundo se salve, hace un gesto sublime entregando a su hijo. Su amor no tiene límites, y en Jesús vemos la encarnación de este amor llevado al extremo: da su vida en rescate para otros. El denso diálogo entre Jesús y Nicodemo es una catequesis sobre este amor de Dios, como tan bien recoge Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas est. En el texto vemos muy clara la misión que encomienda Dios Padre a Jesús: dar sentido y plenitud a la vida. La gran afirmación teológica del Cristianismo es que el hombre es criatura de Dios y está llamado a vivir para siempre con él. Sólo así será feliz. Su verdad es vivir según Dios.

La vocación de Jesús abriga un hermoso deseo que comparte con el Padre: que todos se salven. En lo más hondo de su corazón desea que todos crean en Dios. También sabe que esto va ligado a una entrega que lo llevará hasta la muerte.

Proclamar la Buena Nueva

Los cristianos estamos llamados a dar a conocer al mundo la Buena Nueva de Jesús de Nazaret. Y esta Buena Nueva no es otra cosa que todos conozcan a Dios, lo amen y descubran el sentido trascendente de la vida. Esta es la gran misión de la Iglesia, a tiempo y a destiempo, y es tarea de todos los laicos bautizados y comprometidos que forman la iglesia militante, el cuerpo místico de Jesús en la tierra. Después de encontrar el sentido de nuestras vidas, la misma vocación cristiana nos empuja a expandir el reino de los cielos.

Asumir el sacrificio

Dios ama tanto al mundo que entrega a su propio Hijo en rescate por todos. Bañados por la sangre de Cristo, todos estamos redimidos. Jesús asume libremente la situación límite de la muerte, el dolor, el sacrificio, el rechazo, para que todos, sin excepción, se salven. Ante esta generosidad de Dios, que nos entrega lo que más quiere, su propio Hijo, ¡qué menos podemos hacer que responder a su gesto! La respuesta puede implicar entregar parte de nuestra vida, de nuestro tiempo, para que otros puedan conocer a Jesús y descubrir la obra maravillosa de un Dios creador, fuente de paz y de justicia. Estamos llamados a responder con la misma generosidad de Jesús, que fue capaz de dar su vida.

Cada cristiano, como bautizado, está invitado a seguir el itinerario de Jesús, hasta llegar a la completa comunión con Dios Padre. Este caminar muchas veces nos acarreará dolor y rechazo. Será nuestra cruz, la misma cruz que nos elevará para poder mirar el mundo con los ojos trascendidos de Dios, con su misericordia.

Dios nunca condena

Dios nunca condena a nadie. Como hemos oído muchas veces, Jesús nos dice que no ha  venido a condenar sino a salvar. Pero cuando alguien rehúsa la luz, cuando no ama, cuando es egoísta y vive ignorando el proyecto de Dios, se está auto-condenando. No hace falta que nadie le condene, él mismo se está apartando de la luz y, cuando vive lejos de la luz, cae en las tinieblas, ese abismo terrible.

Se salvará quien crea, dice el evangelio. Creer no es otra cosa que adherirse libremente a Jesús de Nazaret y, con él, ser apóstol y trabajar para que muchos otros puedan salvarse.

Esta es la ardua tarea de la Iglesia. Como cristianos, ¿cómo no vamos a comunicar algo que es tan importante para nosotros? Si no lo hacemos es porque vivimos al margen de esta realidad que debería centrar toda nuestra vida. Si realmente Dios colma nuestra existencia y nos sentimos elevados a la categoría de hijos suyos, trabajaremos para que su deseo se haga realidad.

Llamados a cultivar una fe viva

La formación que brinda la Iglesia a través de los sacerdotes y catequistas nos ayuda a profundizar en aquello que Dios sueña para el hombre. Nos orienta para que podamos contribuir a crear Reino de los Cielos en medio del mundo. Nuestra fe no ha de ser abstracta o intelectual: ha de ser una fe viva. Como nos recuerda el Papa Francisco en su mensaje para la Cuaresma, Dios no es indiferente al mundo, y nosotros tampoco podemos caer en el terrible vértigo de la indiferencia. No podemos cerrarnos en nosotros mismos e ignorar el sufrimiento que nos rodea. Nuestra fe ha de ir acompañada de acciones, de una actitud, de una conducta vital  que se reconoce al hermano más débil y pobre y que se hace cargo de él. Esto pasa por dejar que nuestro corazón se revolucione, enamorado de Jesús y de su Iglesia. Pasa por convertirnos en auténticos militantes y anunciadores del evangelio. De esta manera estaremos salvados. Si creemos de verdad, permaneceremos en la luz y tendremos vida eterna, ya aquí.

La vida eterna empieza con Cristo resucitado. Cuando cumplimos el plan de Dios ya estamos instalados en el Reino de los cielos. Aunque no definitivamente, empezamos a saborear la plenitud de la vida y del amor.
Más allá  de los rituales, más allá de cumplir con unas normas, hemos de  responder con tenacidad ante la desidia de la gente que no cree. Tenemos la responsabilidad de que poco a poco la sociedad cada vez sea más cristiana. No dependerá sólo de las escuelas, ni de las parroquias; dependerá de que en los hogares se rece y se hable de Dios. Es en las casas, en la calle, en nuestro ámbito cotidiano, donde tenemos que dar una respuesta afirmativa a Dios.

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