2016-05-13

Domingo de Pentecostés

Hechos 2, 1-11
Salmo 103
1 Corintios 12, 3-13
Juan 20, 19-23

Las lecturas de este domingo nos hablan del Espíritu Santo, el fuego divino, el dulce huésped del alma que es brisa y es huracán, es hogar y es llamarada; fuerte voz y silencio fecundo.

¿Cómo describir al Espíritu Santo, la persona más esquiva y desconocida de la Santísima Trinidad? Para muchos es difícil pensar en él. Jesús tiene naturaleza humana, nombre, rostro, carne viva. El Padre es el Creador y siempre podemos imaginarlo como una potencia de amor entrañable que nos crea y nos cuida. Pero, ¿cómo imaginar, y cómo rezar al Espíritu que no tiene rostro ni nombre?

Y, sin embargo, de las tres personas de la Trinidad divina, el Espíritu es quizás la más cercana, la más íntima, la que late más profundamente en nosotros. La Biblia dice que, al principio, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Hoy los teólogos dicen que el Espíritu está presente en todo ser creado, desde las estrellas hasta las mariposas, desde una piedra hasta una flor, desde los árboles hasta las aves. El Espíritu da existencia y anima toda criatura viva. Todo cuanto existe lleva su sello. También nosotros.

Los santos y los místicos lo han encontrado en su interior, el refugio favorito, el hogar preferido de Dios. El Espíritu, si queremos, puede alojarse en nosotros. Y cuando le abrimos las puertas, este dulce huésped del alma no se queda inactivo. Es un invitado agradecido: ¡nos trae muchos regalos! Su presencia lo cambia todo.

San Pablo nos habla de los dones del Espíritu Santo. Son aquellas virtudes, cualidades y capacidades que nos permiten hacer un bien y servir a los demás: desde el don de lenguas hasta la intuición sabia, desde el consejo hasta la templanza; desde la profecía hasta la paciencia y la dulzura. ¡Cuántos regalos! Incluso nuestros talentos naturales son un don del Espíritu.

Pero el mayor regalo del Espíritu Santo es él mismo. Vivir habitados por Dios nos une con el Padre y con Jesús, pues es imposible amar a una persona de la Trinidad sin amar a las otras dos. Vivir habitados por Dios ilumina nuestra vida, llena nuestro vacío, funde el hielo que nos paraliza, como reza la Secuencia. La buena noticia, hoy, es que ese mismo Espíritu que transformó a unos discípulos cobardes en apóstoles intrépidos también desciende sobre nosotros. ¿Sabremos abrirle la puerta? ¿Nos dejaremos llenar por él? Y más aún: ¿dejaremos que nos lleve a donde él quiera? ¿Nos atrevemos a convertir nuestra vida en una aventura de amor y servicio?

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