Salmo 103
1 Corintios 12, 3-13
Juan 20, 19-23
Las lecturas de este
domingo nos hablan del Espíritu Santo, el fuego divino, el dulce huésped del
alma que es brisa y es huracán, es hogar y es llamarada; fuerte voz y silencio
fecundo.
¿Cómo describir al
Espíritu Santo, la persona más esquiva y desconocida de la Santísima Trinidad? Para
muchos es difícil pensar en él. Jesús tiene naturaleza humana, nombre, rostro,
carne viva. El Padre es el Creador y siempre podemos imaginarlo como una potencia
de amor entrañable que nos crea y nos cuida. Pero, ¿cómo imaginar, y cómo rezar
al Espíritu que no tiene rostro ni nombre?
Y, sin embargo, de las
tres personas de la Trinidad divina, el Espíritu es quizás la más cercana, la
más íntima, la que late más profundamente en nosotros. La Biblia dice que, al
principio, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Hoy los teólogos dicen
que el Espíritu está presente en todo ser creado, desde las estrellas hasta las
mariposas, desde una piedra hasta una flor, desde los árboles hasta las aves. El
Espíritu da existencia y anima toda criatura viva. Todo cuanto existe lleva su
sello. También nosotros.
Los santos y los místicos
lo han encontrado en su interior, el refugio favorito, el hogar preferido de
Dios. El Espíritu, si queremos, puede alojarse en nosotros. Y cuando le abrimos
las puertas, este dulce huésped del alma
no se queda inactivo. Es un invitado agradecido: ¡nos trae muchos regalos! Su
presencia lo cambia todo.
San Pablo nos habla de
los dones del Espíritu Santo. Son aquellas virtudes, cualidades y capacidades
que nos permiten hacer un bien y servir a los demás: desde el don de lenguas
hasta la intuición sabia, desde el consejo hasta la templanza; desde la
profecía hasta la paciencia y la dulzura. ¡Cuántos regalos! Incluso nuestros
talentos naturales son un don del Espíritu.
Pero el mayor regalo del
Espíritu Santo es él mismo. Vivir habitados por Dios nos une con el Padre y con
Jesús, pues es imposible amar a una persona de la Trinidad sin amar a las otras
dos. Vivir habitados por Dios ilumina nuestra vida, llena nuestro vacío, funde
el hielo que nos paraliza, como reza la Secuencia. La buena noticia, hoy, es
que ese mismo Espíritu que transformó a unos discípulos cobardes en apóstoles
intrépidos también desciende sobre nosotros. ¿Sabremos abrirle la puerta? ¿Nos
dejaremos llenar por él? Y más aún: ¿dejaremos que nos lleve a donde él quiera?
¿Nos atrevemos a convertir nuestra vida en una aventura de amor y servicio?
Descarga aquí la homilía en pdf.
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