2016-08-26

Millares de ángeles en fiesta

22º Domingo Ordinario - C

Eclesiástico 3, 17-29
Salmo 67
Hebreos 12, 18-24
Lucas 14, 1.7-14


La semana pasada Jesús decía que muchos últimos serán primeros. Hoy las lecturas nos proponen este «mundo al revés» que parece desvelarse en la Biblia hebrea y en los evangelios. Un mundo donde los humildes son enaltecidos, donde se premia la pequeñez y la sencillez. Un mundo donde los invitados al banquete son los pobres que no pueden corresponder. Un mundo donde los «importantes», los ricos y los soberbios no caben. Un cielo donde millares de ángeles hacen fiesta con los pobres, las viudas, los huérfanos, los desposeídos de la tierra. Ellos son los primeros en el banquete de Dios.

¿Es que Dios alienta la pequeñez, la miseria y el dolor, como denunciaban los filósofos de la sospecha y los vitalistas ateos? ¿Es el cristianismo un consuelo para mediocres y fracasados? ¿Una religión victimista y resentida contra los que buscan la grandeza? Esta preferencia de Dios por los pobres ¿no será una forma de enemistad contra el desarrollo del potencial humano?

Cuando leemos un trozo de los evangelios o de la Biblia no podemos aislarlo del resto, pues podemos correr el riesgo de no comprenderlo bien. ¿Cómo Jesús, que no dejó de aliviar, curar y consolar, puede representar a un Dios que ama lo miserable, lo ruin y lo enfermo? No, no es así. Dios quiere dignificar al ser humano y darle vida para que florezca en su esplendor. Al mismo tiempo, es tierno y compasivo como una madre, de ahí su especial predilección por los más débiles y sufrientes. Dios no puede soportar el dolor: Jesús se apiada de los que más padecen. Y aunque las personas que sufren no puedan devolvernos jamás el favor o la ayuda prestada, Jesús nos insta a que las atendamos y les abramos las puertas de nuestras casas e iglesias. Ellos son los primeros invitados al banquete del reino. Quizás serán, también, los que más agradecidos se sentirán, pues no tienen nada y lo reciben todo.

En cambio, la Biblia nos previene contra la actitud arrogante del cínico o del que se cree grande y merecedor de todo: honor, reconocimiento, primeros puestos en los banquetes… Cuántas veces nos peleamos por estar en primera línea, por «salir en la foto», porque nos cuelguen medallas o reconozcan lo que hacemos. Incluso en nuestros servicios pastorales, en las parroquias, no estamos exentos de la tentación vanidosa. El libro del Eclesiástico dice que la herida del cínico es de mal curar. Porque el cínico, en el fondo, es el que se basta y se sobra, nadie tiene que enseñarle nada. Es impermeable al consejo del sabio, pero también al amor y a la compasión. No necesita nada y acaba aislado en su orgullo, lamiéndose sus heridas en la más completa soledad.

Jesús nos previene. La humildad, donde uno reconoce sus límites y nadie se erige por encima de los demás, es un camino seguro hacia el reino de Dios. Y san Pablo habla con imágenes muy bellas de cómo será el banquete celestial: «ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo… asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo».

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