2017-04-07

Cristo muere entre nosotros

Domingo de Ramos - Pasión del Señor

Isaías 50, 4-7
Salmo 21
Filipenses 2, 6-11
Mateo 27, 11-54

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En el domingo de Ramos comenzamos leyendo y reviviendo la entrada de Jesús en Jerusalén, entre cánticos y agitar de palmas. Un momento glorioso… seguido de una pasión terrible, una condena injusta y una muerte sangrienta y vergonzosa en la cruz. Si alguien pensó que Dios es un ser distante y todopoderoso, ajeno al dolor humano, la imagen de Cristo sufriente da un vuelco a esta suposición. Dios no se ahorra a sí mismo ninguno de los males que aquejan al hombre. Acepta los aplausos de un día, asume con gallardía el peso de la cruz. No huye ante la traición, la tortura y la injusticia. No escapa ni siquiera de la muerte. Entre los peores sufrimientos que podemos llegar a padecer, él los conoce todos.

Me gustaría detenerme en las dos primeras lecturas. Isaías, el profeta, se declara dócil a Dios. Escucha su palabra y da la cara: nada lo detiene ni lo acalla. Acepta las consecuencias de ser vocero de Dios, ultrajes, maltratos, incomprensión. Sabe que no será defraudado.

San Pablo recuerda a Jesús y su misión. También dócil al Padre, hasta la humillación y la muerte. Si sólo nos quedáramos con una parte de la historia, podría parecer que el Padre del cielo es cruel con su Hijo, ¿cómo puede permitir que muera de esa manera? Pero ver sólo una parte de la historia es no comprender nada. La historia termina con la resurrección, esa exaltación gloriosa en la que Jesús recibe el Nombre-sobre-todo-nombre, y en la que todo el universo se inclinará ante él y volverá a ser aclamado por todas las gentes, como en aquel domingo de ramos, ante las puertas de Jerusalén. ¿De qué nos está hablando Pablo? De un futuro que es ya presente, de un final que ya se está gestando. Con la resurrección de Cristo se inician el mundo nuevo y la humanidad resucitada que un día llegarán a su plenitud. Ahora, todos estamos en camino. Y el camino de los seguidores, como el de Jesús, está lleno de pequeñas y grandes pasiones.

Cuando se dice que Jesús sigue siendo crucificado hoy no es ninguna metáfora. Sí, Jesús sigue sufriendo. Aquello que hiciereis a uno de estos pequeños, me lo hacéis a mí. Muchas personas viven azotadas, golpeadas y crucificadas, hoy, física o mentalmente, en su cuerpo o en su alma. No sólo hablo de las víctimas de la guerra, la tortura y la persecución religiosa. ¿Y en las familias? ¿Y en los vecindarios? ¿Y en el trabajo, en la calle o en la empresa? Cuántas traiciones, abandonos, juicios injustos, condenas y muertes, cuántas torturas físicas o psíquicas se viven hoy. Tal vez muchos de nosotros podemos identificarnos con Cristo en su dolor. Rezando con él, uniéndonos a él, podemos encontrar alivio y consuelo, y suavidad y paciencia para extraer vida y sabiduría de esos momentos duros que la vida nos presenta.

Pero también podemos preguntarnos: ¿y si en vez de ser víctima soy yo el que está crucificando al prójimo? ¿Cuántas veces estoy azotando con mi lengua criticona, cuántas veces desnudo con mis calumnias, cuántas veces me burlo con mi cinismo o mi sarcasmo? ¿Cuántas veces hiero con mi actitud, o abandono con mi desidia, mi indiferencia o mi pereza? ¿Cuántas veces estoy clavando a otra persona con mis dardos de envidia, rencor o rechazo? ¿Cuántas veces dejo que mi odio o mis intereses guíen mi conducta?

Meditemos despacio. Quizás tengamos a muchos cristos sufriendo en silencio en nuestras casas, en las escuelas, en la oficina o en el taller, en el mercado o en la esquina por la que transitamos a diario. ¿Qué hacemos ante estos cristos que agonizan, hoy, entre nosotros?

Meditemos la Pasión del Señor. Que Dios nos encuentre, no clavando ni azotando, ni riendo o distraídos jugando a los dados. Que el dolor no nos deje indiferentes. Aprendamos lo que es misericordia, ternura y compasión. Abramos los ojos para que podamos ver, como lo hizo el centurión, ¡un militar pagano!, que ahí, sobre la cruz inicua, está muriendo el mismo Dios. ¿Puede haber un sacrificio de amor más grande?

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