2018-01-19

Conversión y desapego

3r domingo ordinario - B

Jonás 3, 1-10
Salmo 24
1 Corintios 7, 29-31
Marcos 1, 14-20

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Las tres lecturas de hoy hablan de un mismo tema, pero con matices distintos. El núcleo de todas ellas es la conversión. El mundo está en crisis, nuestra vida se tambalea y muchos valores parecen a punto de perderse… pero no todo está perdido. ¡Hay esperanza! Si cambiamos, veremos la luz.

La primera lectura nos relata la misión de Jonás en Nínive, una ciudad opulenta y corrupta que vive de espaldas a Dios. Jonás va de mala gana a ese antro de pecado, predica y… ¡la gente se convierte! Tanto, que Dios perdona la ciudad y la salva. Hasta el más pecador puede cambiar y enderezar su vida.

Jesús, en cambio, no predica la desgracia y la destrucción, como Jonás. Él no amenaza. Su argumento no es el miedo —cambiad o seréis condenados—. Él anuncia una buena noticia: ¡el reino de Dios está aquí! Pero para acoger esta noticia también es necesario convertirse. No por temor, sino para poder disfrutar de esa vida nueva que Jesús anuncia. Hay que abrir el corazón.

San Pablo recoge el apremio de Jesús. El apóstol habla a una comunidad que vive en un mundo no tan diferente del nuestro de hoy: un gran imperio, el romano, que impone su dominio; una época de expansión económica, comunicación intensa y encuentro intercultural. Al mismo tiempo, es una época de crisis de los viejos valores y de búsqueda espiritual por parte de muchos. Para los primeros cristianos no siempre era fácil vivir en un entorno que podía ser hostil, como hoy. Pablo nos invita a vivir con desapego, sin aferrarse a las cosas y tampoco a las ideas.

Es bastante frecuente que, en momentos de inseguridad, nos apeguemos a lo que consideramos nuestros baluartes: ya sea el dinero, la familia, las instituciones o las ideas y valores que siempre hemos defendido. Pero todo esto, dice Pablo, está cayendo. «La representación de este mundo se termina». Todo es incierto y puede derrumbarse. Por tanto, de nada sirve refugiarse en los bienes materiales, en el ocio o en el trabajo, en las estructuras sociales o en las viejas instituciones. En medio de la crisis, la única seguridad es Cristo, el amor de Dios y de los hermanos. Nada más.

Este desapego de las cosas es lo que Pablo expresa con frases contundentes que nos pueden sorprender: los casados, que vivan como si fueran solteros; los ricos empresarios, como si no tuvieran nada; los alegres, como si no tuvieran motivo y los tristes, sin dejarse vencer por la desolación. Es lo que los santos llaman ecuanimidad: serenidad en las penas, moderación en las alegrías, desapego en la riqueza, confianza en la pobreza.

Hay que entender estos consejos. Pablo no nos llama a ser personas insensibles, carentes de pasión, ¡él mismo fue una persona apasionada!  Tampoco nos llama a ser masoquistas y a negarnos la alegría de vivir. Lo que nos está diciendo es que renunciemos a la posesividad, al apego, que en el fondo es una forma de esclavitud. Cuando nos creemos dueños y propietarios de nuestro dinero, nuestro esposo, nuestros hijos, nuestras actividades…, acabamos comportándonos como si fuéramos dioses, y disponiendo y utilizando a las personas y las cosas para nuestro beneficio. Esto nos puede dar una falsa sensación de poder y seguridad, pero el día que algo falle o nos falte, ¿qué haremos? ¿Vamos a hundirnos? ¿Nos enfadaremos contra el cielo? ¿Nos vamos a desesperar? El apego se sostiene en nuestro miedo a perder, no en nuestro amor.

Pablo nos está diciendo que pongamos a Cristo en el centro de nuestras vidas. El que confía en Dios jamás naufraga. Puede ser sacudido por el oleaje de la vida, pero saldrá a flote siempre porque tiene una tabla salvadora que nunca se hunde: la cruz de Cristo, el amor de Dios. Y este amor le da la fuerza para vivir intensamente todo, sin agarrarse a nada, sin poseer nada, sin querer dominar nada. Esta es la libertad de los hijos de Dios.

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