2018-01-13

Él nos ama y nos llama

2º Domingo Ordinario - B

1 Samuel 3, 3-19
Salmo 39
Corintios 6, 13-20
Juan 1, 35-42


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Las lecturas de hoy giran en torno a un tema crucial: la vocación. Todo cristiano esta bautizado. Pero a menudo hemos sido integrados en la Iglesia como parte de nuestra educación y nuestra cultura. Muchos seguimos fieles por tradición y fidelidad familiar, pero ¿cuántos nos hemos sentido llamados, tocados, interpelados por Jesús? ¿Cuántos somos cristianos, no porque seguimos algo que se nos ha impuesto, sino como respuesta a una llamada? ¿Cuántos somos cristianos por enamoramiento, con pasión?

La primera lectura nos habla de la vocación de Samuel. Samuel recibe por tres veces una llamada de Dios, que lo llama dos veces por su nombre: ¡Samuel, Samuel! Explican los rabinos que llamar dos veces a una persona es un acto especial. La llamada apela al cuerpo ―la vida terrestre― y a alma ―la parte de la persona que no muere, y que está conectada de modo invisible a Dios, al cielo―. Por tanto, la vocación implica cuerpo y alma, implica vida física, material, y vida espiritual. La vocación abarca todos los aspectos de la persona: lo natural y lo sobrenatural. Por eso una persona llamada no puede serlo a medias. Tampoco los cristianos podemos serlo a medio gas, no podemos ser cristianos de domingo, en misa, entre las cuatro paredes de la parroquia, y cuando salimos a la calle ya dejamos nuestra “devoción” para ser como todo el mundo. Eso no es vocación. Somos cristianos, es decir, amigos de Cristo, que queremos vivir su vida en nosotros, hasta las últimas consecuencias: en casa, en el trabajo, en nuestro ocio; comiendo, descansando, hablando, divirtiéndonos, sufriendo y amando. Todo cuanto hacemos debería impregnarse del estilo de Cristo.

Esto es lo que san Pablo quiere decirnos en su exhortación de la segunda lectura, cuando habla del cuerpo. Quisiera resaltar tres cosas. Primero, nos dice que nuestro cuerpo es para Dios. El cuerpo en la cultura hebrea significa toda la vida, todas nuestras fuerzas físicas y mentales. Entregar a Dios nuestro cuerpo significa consagrar a él toda nuestra vida. Pero Dios no nos arrebata nada, ¿quién sino él nos dio el cuerpo y la vida? Y más aún, Dios se nos da a nosotros. Pablo añade que «el Señor es para nuestro cuerpo». Casi siempre olvidamos esta parte: nos debemos a Dios, ¡pero él se nos ha entregado antes! Nos da a su Hijo, su Hijo se nos da como pan, como alimento no sólo espiritual, sino material. Con la eucaristía, toda la materia del mundo queda santificada. ¡Ni el cuerpo ni la materia son malos! Son creación y son instrumento de santidad, siempre que los ofrezcamos con amor. Dios no sólo nos da una vida terrena, finita y mortal, sino una vida eterna, porque lo que hizo con Jesús lo hará con nosotros: resucitará nuestro cuerpo mortal para invitarnos a una vida que no podemos imaginar.

«Vuestros cuerpos son miembros de Cristo»: quiere decir que estamos unidos a él, como las ramas al árbol. Recordemos la imagen de la vid y los sarmientos. Sentirnos parte de Cristo cambia nuestra vida: no estamos solos, somos parte de algo mucho mayor, un cuerpo inmenso y resucitado, que vive y ama para siempre. ¡Estamos llamados a algo muy alto!

La consecuencia de esto es que no podemos vivir de cualquier manera. Si somos parte de Dios, miembro de su cuerpo, toda nuestra vida es sagrada, y también nuestro cuerpo físico. No podemos tratarlo de cualquier manera. Pablo habla de la fornicación como ofensa al cuerpo, porque es un uso del cuerpo para algo que no es amor, sino lo contrario. Pero podemos extender su exhortación a muchos aspectos de nuestra vida. Si nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, ¿cómo debemos cuidarlo?

¿Cómo cuidar un templo, un santuario, una casa? Lo mantenemos limpio, hermoso, bien decorado. Evitamos que se acumule la suciedad, procuramos comportarnos con respeto y delicadeza. Lo mantenemos y hacemos las reparaciones necesarias. No lo acumulamos trastos ni basura… Pues lo mismo con nuestro cuerpo. Hay que evitar llenarnos de malos pensamientos, pero también de toxinas, de mala comida que nos ensucia la sangre y deteriora nuestras funciones vitales. ¿Cómo vamos a dar gloria a Dios si estamos enfermos, cansados, adormecidos y con brumas mentales? Cuidar el cuerpo con descanso, alimento bueno y ejercicio es también dar gloria a Dios. Pero este cuidado no es porque sí, por pura vanidad o egoísmo, sino porque estando bien, estando sanos, podemos amar y servir mejor a Dios y a los demás. Hay que estar en forma para ser buenos cristianos, buenos apóstoles, evangelizadores con el ejemplo de una vida sana, alegre, santa. Y, sobre todo, no perder el tiempo ni usar nuestro cuerpo y nuestras energías para nada que no sea amar.


Una nota sobre la lectura del evangelio, que es tan hermosa. Juan, el apóstol, describe su primer encuentro con Jesús. Apenas cuenta qué pasó, sólo recalca dos cosas. Una, que lo conoció porque otro se lo indicó. La buena noticia, la vocación, a menudo viene de mano de otras personas que señalan u orientan, como Juan Bautista: «Ahí tenéis al Cordero de Dios». Y los dos discípulos van a él. Estos dos avisan a sus hermanos. Cuando un encuentro te cambia la vida, ¡no puedes dejar de comunicarlo! Quieres compartir esa alegría. Así, Juan y Andrés llaman a Pedro y Santiago. ¡Venid! Pero… ¿qué les dijo Jesús a estos primeros? ¿De qué hablaron? El evangelista no lo revela, pero da un detalle: eran las cuatro de la tarde. Los momentos inolvidables de la vida se recuerdan así. No se nos olvida jamás ni el día ni la hora. Andrés y Juan andaban buscando, y Jesús tan sólo se limita a invitarles al lugar donde vive: «Venid y lo veréis». En este primer encuentro no los llama, ni los convence, ni quiere persuadirlos de nada. Simplemente les muestra su casa… les muestra un atisbo de su corazón. ¡Cómo debieron ser aquellas horas, para que Andrés corriera a buscar a su hermano Pedro y dijera: «hemos encontrado al Mesías»! Y cómo debió comunicarlo, para que el tozudo Pedro fuera de inmediato a verlo. En realidad, Andrés «Lo llevó», dice el evangelio. Esta lectura debería hacernos pensar… ¿Hemos tenido una experiencia de Cristo inolvidable, como la de Juan y Andrés? ¿Una vivencia de la que recordamos el día y la hora? Quien ha sido llamado, como Samuel, como Pablo, como Juan y Pedro, lo recuerda siempre… ¿Y lo comunicamos? ¿Explicamos a las personas que nos importan lo que verdaderamente nos importa y nos cambia la vida? ¿Las llevamos a Cristo?

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