Lecturas:
Deuteronomio 26, 4-10
Salmo 90
Romanos 10, 8-13
Lucas 4, 1-13
Homilía
En este primer domingo de Cuaresma leemos la escena de las
tentaciones de Cristo en el desierto. Estas tentaciones son también las que nos
asaltan a todos los seres humanos. Con este episodio el evangelio nos explica
cómo Jesús las vence, y cómo podemos vencerlas nosotros. Veámoslas una por una.
La primera tentación es la del pan. El alimento y los bienes
materiales que necesitamos para nuestra supervivencia, ¿pueden ser algo malo?
No si los empleamos para vivir. No si los compartimos y procuramos que no
falten a nadie. Pero la tentación es endiosar estos bienes y centrar toda
nuestra vida en el sustento material. El mundo parece que funciona así: todo
gira en torno al dinero, el bienestar y las posesiones. Si puedes comprar, eres
feliz. Si comes, eres feliz. La meta de la vida: ser un consumidor feliz. Los
eslóganes políticos sólo se preocupan de este bienestar material, y parece que
hasta los cristianos hemos abrazado la religión del pan y del dinero. Pero, ¿es
el pan y son las cosas lo que nos hace felices? Lo que realmente llena nuestra
vida nunca son los bienes materiales. Nuestra alma, hambrienta de infinito,
aspira a algo más. Acumular bienes siempre nos dejará insatisfechos, nunca
tendremos bastante. Lo que nos da gozo y plenitud no cuesta dinero…
Esta tentación tiene otra lectura. Pensamos que la Iglesia
tiene que dar de comer a los pobres, y es cierto que debe hacerlo, pero esa no
es su primera ni su única misión. En realidad, la justicia social y el sustento
para todos debe ser una consecuencia del buen gobierno y de una ciudadanía
organizada y solidaria. Cuando la Iglesia ayuda a la gente, no puede verlos
sólo como cuerpos hambrientos y necesitados, sino como personas completas que
necesitan algo más que comida. Debe atender también sus otras necesidades: de
afecto, de dignidad, de realización personal. Cuando la Iglesia ayuda, no debe
olvidar que los pobres también tienen alma y necesitan algo más que pan.
La segunda tentación es la del poder. Muchos quizás pensamos
que, si tuviéramos poder y autoridad, lo utilizaríamos para hacer justicia y
arreglaríamos los problemas del mundo. No más guerras, no más pobreza, no más
conflictos… Esto es algo que ya están intentando algunos organismos y élites
internacionales: crear un único gobierno mundial, que bajo disfraz humanitario
controle a todas las personas y las vaya plegando a su ideología. Es un
totalitarismo suave que se va imponiendo a través de las redes sociales, los
medios de comunicación, las políticas de los gobiernos y hasta la literatura y
el arte. Pero la finalidad, en el fondo, es privarnos de lucidez y libertad
para convertirnos en una gran masa manipulable y sometida. Este es el sueño de
tantas dictaduras que pretenden instaurar el paraíso en la tierra. Olvidan que
un paraíso sin libertad se acaba convirtiendo en un infierno.
Jesús rechaza este poder. Ni siquiera para hacer el bien es
aceptable dominar y someter a los demás. En el fondo, esta tentación es
convertir a los dirigentes en dioses, dueños del destino de todos. Es una
adoración del poder por sí mismo. Es arrodillarse ante una idea, una doctrina o
un sistema. Y Jesús recuerda, con fuerza: ¡Sólo Dios merece adoración! Un Dios
que concede toda la libertad a sus criaturas y que no las obliga ni siquiera a
amarlo.
La última tentación es muy sutil, porque toca de lleno el
ámbito espiritual. Decía san Juan de la Cruz que uno de los disfraces favoritos
del diablo es aparecer como un ángel de luz. El diablo sabe de teología, tiene
psicología humana y además puede presentarse con una extrema amabilidad y
atractivo. Esta tercera tentación es el espiritualismo, es decir, dar toda la
importancia al mundo espiritual y despreciar el mundo material, la creación, el
cuerpo. Esto nos lleva a jugar con lo sobrenatural, con los carismas milagrosos
y otros tipos de poder. Muchas personas se pueden sentir arrastradas por estas
corrientes, buscando algo para escapar de la dureza y las amarguras de la vida.
Pero el espiritualismo puede hacer mucho daño. Primero, porque nos cierra la
mente, nos aleja de la realidad y de las necesidades humanas. Nos puede hacer
estrellarnos “desde lo alto del templo”. Y segundo porque las personas dotadas
de ciertos carismas tienen el riesgo de caer en la soberbia espiritual y
manipular a los demás a su antojo.
Jesús también rechaza el poder espiritual. No va a convencer
a nadie con sus milagros; si los hace será por compasión y por aliviar el dolor
humano. Dios no quiere imponerse a nadie con prodigios. Si lo hiciera, nadie
podría rechazarlo y ¿dónde estaría nuestra libertad?
Por otra parte, es así como Dios nos ha hecho existir:
corporales, físicos, en un universo hecho de materia y energía. Si Dios se
encarna en la materia, ¿puede ser mala? Si Dios se hace carnal, ¿puede ser malo
el cuerpo? Más aún, si Dios se hace pan,
harina de espiga… ¿pueden ser malas las cosas del mundo? Pero el hecho de ser
carnales, sujetos a necesidades y a límites, nos hace humildes. Nos cansamos,
tenemos hambre, envejecemos, y nos morimos… Esto nos recuerda que no somos
dioses.
Y Jesús vuelve a alejar al demonio: No tentarás al señor tu
Dios. No somos nadie para enseñar a Dios lo que tiene que hacer y cómo tiene
que hacerlo. No podemos manipular a Dios, ni con oraciones ni con rituales. Él
sabe más y ve más allá que nosotros.
Las tres tentaciones, en el fondo, se podrían resumir en
una: la idolatría. La gran tentación es adorar como a Dios las cosas que no son
Dios. Y Dios sólo hay uno, y él es el centro, el soporte y la fuente de nuestro
ser. Arraigados en él, todo cuanto necesitamos y deseamos ya lo tenemos
concedido. Aprendamos a confiar, como Jesús. Para ello necesitamos tiempo de
intimidad con él, tiempo de silencio, espacios de desierto en nuestra vida.
Cuaresma es un tiempo idóneo para plantearnos, definitivamente, tener tiempo
para Dios cada día.
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