2019-03-09

Sólo a tu Dios adorarás

1r Domingo de Cuaresma - C

Lecturas:

Deuteronomio 26, 4-10
Salmo 90
Romanos 10, 8-13
Lucas 4, 1-13

Homilía

En este primer domingo de Cuaresma leemos la escena de las tentaciones de Cristo en el desierto. Estas tentaciones son también las que nos asaltan a todos los seres humanos. Con este episodio el evangelio nos explica cómo Jesús las vence, y cómo podemos vencerlas nosotros. Veámoslas una por una.

La primera tentación es la del pan. El alimento y los bienes materiales que necesitamos para nuestra supervivencia, ¿pueden ser algo malo? No si los empleamos para vivir. No si los compartimos y procuramos que no falten a nadie. Pero la tentación es endiosar estos bienes y centrar toda nuestra vida en el sustento material. El mundo parece que funciona así: todo gira en torno al dinero, el bienestar y las posesiones. Si puedes comprar, eres feliz. Si comes, eres feliz. La meta de la vida: ser un consumidor feliz. Los eslóganes políticos sólo se preocupan de este bienestar material, y parece que hasta los cristianos hemos abrazado la religión del pan y del dinero. Pero, ¿es el pan y son las cosas lo que nos hace felices? Lo que realmente llena nuestra vida nunca son los bienes materiales. Nuestra alma, hambrienta de infinito, aspira a algo más. Acumular bienes siempre nos dejará insatisfechos, nunca tendremos bastante. Lo que nos da gozo y plenitud no cuesta dinero…

Esta tentación tiene otra lectura. Pensamos que la Iglesia tiene que dar de comer a los pobres, y es cierto que debe hacerlo, pero esa no es su primera ni su única misión. En realidad, la justicia social y el sustento para todos debe ser una consecuencia del buen gobierno y de una ciudadanía organizada y solidaria. Cuando la Iglesia ayuda a la gente, no puede verlos sólo como cuerpos hambrientos y necesitados, sino como personas completas que necesitan algo más que comida. Debe atender también sus otras necesidades: de afecto, de dignidad, de realización personal. Cuando la Iglesia ayuda, no debe olvidar que los pobres también tienen alma y necesitan algo más que pan.

La segunda tentación es la del poder. Muchos quizás pensamos que, si tuviéramos poder y autoridad, lo utilizaríamos para hacer justicia y arreglaríamos los problemas del mundo. No más guerras, no más pobreza, no más conflictos… Esto es algo que ya están intentando algunos organismos y élites internacionales: crear un único gobierno mundial, que bajo disfraz humanitario controle a todas las personas y las vaya plegando a su ideología. Es un totalitarismo suave que se va imponiendo a través de las redes sociales, los medios de comunicación, las políticas de los gobiernos y hasta la literatura y el arte. Pero la finalidad, en el fondo, es privarnos de lucidez y libertad para convertirnos en una gran masa manipulable y sometida. Este es el sueño de tantas dictaduras que pretenden instaurar el paraíso en la tierra. Olvidan que un paraíso sin libertad se acaba convirtiendo en un infierno.

Jesús rechaza este poder. Ni siquiera para hacer el bien es aceptable dominar y someter a los demás. En el fondo, esta tentación es convertir a los dirigentes en dioses, dueños del destino de todos. Es una adoración del poder por sí mismo. Es arrodillarse ante una idea, una doctrina o un sistema. Y Jesús recuerda, con fuerza: ¡Sólo Dios merece adoración! Un Dios que concede toda la libertad a sus criaturas y que no las obliga ni siquiera a amarlo.

La última tentación es muy sutil, porque toca de lleno el ámbito espiritual. Decía san Juan de la Cruz que uno de los disfraces favoritos del diablo es aparecer como un ángel de luz. El diablo sabe de teología, tiene psicología humana y además puede presentarse con una extrema amabilidad y atractivo. Esta tercera tentación es el espiritualismo, es decir, dar toda la importancia al mundo espiritual y despreciar el mundo material, la creación, el cuerpo. Esto nos lleva a jugar con lo sobrenatural, con los carismas milagrosos y otros tipos de poder. Muchas personas se pueden sentir arrastradas por estas corrientes, buscando algo para escapar de la dureza y las amarguras de la vida. Pero el espiritualismo puede hacer mucho daño. Primero, porque nos cierra la mente, nos aleja de la realidad y de las necesidades humanas. Nos puede hacer estrellarnos “desde lo alto del templo”. Y segundo porque las personas dotadas de ciertos carismas tienen el riesgo de caer en la soberbia espiritual y manipular a los demás a su antojo.

Jesús también rechaza el poder espiritual. No va a convencer a nadie con sus milagros; si los hace será por compasión y por aliviar el dolor humano. Dios no quiere imponerse a nadie con prodigios. Si lo hiciera, nadie podría rechazarlo y ¿dónde estaría nuestra libertad?

Por otra parte, es así como Dios nos ha hecho existir: corporales, físicos, en un universo hecho de materia y energía. Si Dios se encarna en la materia, ¿puede ser mala? Si Dios se hace carnal, ¿puede ser malo el cuerpo?  Más aún, si Dios se hace pan, harina de espiga… ¿pueden ser malas las cosas del mundo? Pero el hecho de ser carnales, sujetos a necesidades y a límites, nos hace humildes. Nos cansamos, tenemos hambre, envejecemos, y nos morimos… Esto nos recuerda que no somos dioses.

Y Jesús vuelve a alejar al demonio: No tentarás al señor tu Dios. No somos nadie para enseñar a Dios lo que tiene que hacer y cómo tiene que hacerlo. No podemos manipular a Dios, ni con oraciones ni con rituales. Él sabe más y ve más allá que nosotros.


Las tres tentaciones, en el fondo, se podrían resumir en una: la idolatría. La gran tentación es adorar como a Dios las cosas que no son Dios. Y Dios sólo hay uno, y él es el centro, el soporte y la fuente de nuestro ser. Arraigados en él, todo cuanto necesitamos y deseamos ya lo tenemos concedido. Aprendamos a confiar, como Jesús. Para ello necesitamos tiempo de intimidad con él, tiempo de silencio, espacios de desierto en nuestra vida. Cuaresma es un tiempo idóneo para plantearnos, definitivamente, tener tiempo para Dios cada día.

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