2024-09-14

¡Ve detrás de mí!

24º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 8, 27-35

Un retiro necesario

Jesús ha pasado un tiempo largo predicando el reino de Dios y obrando milagros y curaciones. Las gentes lo siguen en masa y sus discípulos más próximos están convencidos de que es el Mesías y va a instaurar pronto el reino de Dios.

Pero ya hemos visto que la idea de Mesías de Jesús era bastante diferente de la que tenían sus seguidores. Por Mesías ellos entendían un elegido de Dios destinado a ser rey y cabeza del pueblo. Por reino de Dios entendían un estado político, independiente y poderoso, aquel Israel de los tiempos de David y de los Macabeos, que se enfrentaba a sus enemigos y salía victorioso. Por reino de Dios los discípulos de Jesús entendían liberarse de Roma. Y, más concretamente, soñaban con su Maestro sentado en el trono y ellos como ministros y consejeros. Bien se delataron los hermanos Zebedeos cuando le pidieron sentarse a su derecha y a su izquierda.

Jesús se lleva a los Doce a Cesarea de Filipo, territorio pagano, fuera de las influencias judías. Quiere, de alguna manera, “desintoxicarlos” un poco de sus aspiraciones mesiánicas. También, posiblemente, quiera apartarse por un tiempo de Galilea y su tierra, donde las gentes están agitadas y sus adversarios andan buscándole. En esta excursión, por así decir, a Cesarea de Filipo, en las faldas del monte Hermón, junto a las fuentes del Jordán, Jesús quiere dejar claras las cosas a los Doce.

Y les enseña como lo hacían los grandes maestros de la antigüedad: con preguntas. Así los irá llevando, poco a poco, hasta el punto que quiere clarificar.

Diálogo decisivo

Podríamos trasladar el diálogo de Jesús con los suyos a nuestra iglesia, nuestra comunidad, hoy. ¿Qué responderíamos si Jesús nos preguntara “quién dice la gente que es él”? Y seguro que se nos ocurrirían muchas respuestas, como les sucedió a los Doce. Todos hemos oído mil y una versiones de Jesús, algunas bien pintorescas.

Pero ahora imaginemos que Jesús nos pregunta: “Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?” Aquí la cosa cambia. ¿Qué le diremos? ¿Le responderemos como Simón Pedro? ¿Le daremos una respuesta de Catecismo, o de lo que hemos aprendido escuchando y leyendo la Biblia? ¿Le responderemos desde la cabeza, o desde el corazón? Aún más ¿le responderemos “de boquilla”, como se suele decir? ¿Le daremos una bonita respuesta para quedar bien? Si queremos ser sinceros debemos preguntarnos: ¿Qué significa Jesús hoy en mi vida? ¿Qué papel juega en mi día a día? ¿Dónde lo tengo situado, en la escala de mis valores y prioridades? ¿Cómo es mi relación con él? ¿Cómo me dirijo a él cuando rezo?

¡No me tientes!

Esta respuesta nos compromete, porque pide actuar en consecuencia. Pedro estuvo muy inspirado, respondiendo que “Tú eres el Mesías”; pero después demostró que no había entendido en absoluto a su maestro. Cuando Jesús les prohibió divulgarlo, no lo comprendieron. Y cuando Jesús continuó explicándoles su destino, mártir de las autoridades, hasta la muerte, el rechazo fue patente. Pedro, asumiendo su liderazgo en el grupo, se atrevió a reprender a Jesús. Pero ¿qué dices? El destino del Mesías es el reino, el poder y la gloria. ¿Y nos hablas de condena, de rechazo y de muerte?

Jesús tiene muy claro quién es y lo que le aguarda, y no se deja amilanar por Pedro. Le responde con autoridad contundente y lo pone en su lugar: ¡Detrás de mí! Deja de tentarme, como lo hizo el diablo en el desierto, con el poder y la gloria del mundo. Ponte atrás, sígueme, como discípulo, y no quieras ordenarme lo que debo hacer. ¡No entiendes los planes de Dios!

Perder la vida y salvarla

Podemos imaginar que Pedro se quedó helado, tan desconcertado como el resto del grupo. Ahora Jesús les desvela qué clase de Mesías es: el hijo predilecto de Dios será el desprecio de los hombres. No hará la guerra, no subirá al trono, no empleará la fuerza jamás. Si ellos quieren seguirlo, deberán asumir su destino.

También nosotros, creyentes de hoy, debemos hacernos esta reflexión: seguir a Jesús no nos va a comportar el éxito en los términos que el mundo maneja. A todos nos espera un camino arduo y una cruz.  

Jesús añade una paradoja enigmática: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la salvará”.  Perder la vida es darla, gastarla, volcarla en el proyecto del reino de Dios. Perder la vida es entregarse al bien, al amor de los demás, al servicio.  Y esta pérdida no es tal, sino una inversión que dará mucho fruto. Seguir a Jesús significa “perder el mundo”, es decir, el poder, la fama, la riqueza, para ganar algo mucho más grande y eterno: la salud del alma y una vida inimaginable, plena y hermosa, bajo el amparo de Dios.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchas gracias por su buen hacer y por compartir estas preciosas y valiosas reflexiones. Feliz domingo.

Anónimo dijo...

Perder la vida es entregarse al bien, al servicio de los demás. Gpracias Señor por darnos ese deseo cada día del servicio, es lo más grande