34º DomingoJesucristo Rey del universo
Evangelio: Juan 18, 33b-37
«El rey de los judíos»: con esta acusación, los sacerdotes
del Templo lograron convencer a Pilato de que Jesús era un líder peligroso que amenazaba
el poder romano y que había que condenarlo a muerte.
En el diálogo que reproduce el evangelio de Juan vemos las
serias dudas de Pilato: ¿De verdad ese hombre callado, maltratado y de mirada
profunda, del que hasta ahora no había tenido noticia, es un peligro para Roma?
¿Ese hombre tiene pretensiones de realeza? Pilato pregunta a Jesús directamente
para cerciorarse de dictar una justa sentencia. Y Jesús replica y le viene a
decir: ¿De dónde sale esto? ¿Lo crees tú o es que otros te lo han dicho?
Pilato le inquiere de nuevo, ¿Qué has hecho? La respuesta de
Jesús no puede ser más clara, y echa por tierra cualquier intento de politizar
la figura de Jesús. «Mi reino no es de este mundo», le dice. Su realeza no
tiene nada que ver con el poder mundano, con la ambición de poder, o con el
deseo de gobernar sobre su pueblo para hacer justicia. Nada más lejos de su
intención. El reino de Jesús es el alma humana, el reino de Dios, y su único
poder es el amor capaz de convertir los corazones más duros.
Pilato intuye algo, por eso teme, pero no llega a comprender
la verdad. Los sacerdotes que han entregado a Jesús saben algo más, y por eso
también temen. Porque la verdad que Jesús trae derrumba su sistema de rituales,
normas y costumbres gracias al cual viven y exprimen al pueblo, enriqueciéndose
y ganando poder. Por eso necesitan acabar con él, y por eso necesitan que sea
Pilato quien le condene. Porque, si Jesús muere como profeta, el pueblo que lo
ama lo venerará y aún podría rebelarse. Pero
si Jesús muere como un sedicioso, un criminal político (hoy diríamos, un
terrorista), su buena fama se perderá, su muerte será vergonzosa y su nombre caerá
en el olvido.
Jesús renuncia al poder. Su trono es la cruz; su corona es
una tiara de espinas; las manos que empuñan el cetro serán clavadas y
desgarradas; morirá como un delincuente. Sin ejército que lo defienda: sus
propios seguidores lo abandonan y lo dejan solo. Apenas quedan a su lado unas
pocas mujeres y el discípulo amado, que sólo pueden mirar de lejos y llorar.
Pero Dios siempre tiene un plan reservado. De la muerte
cruel, injusta y vergonzosa, su hijo saldrá victorioso a una vida imperecedera.
Esta es la respuesta de Dios ante el mal del mundo: no va a castigar a los homicidas
que matan a su hijo, va a derrotar a la misma muerte. Por eso san Pablo y el
Apocalipsis, recogiendo las imágenes proféticas de Daniel, explican que Dios
Padre lo coloca a su derecha, como un rey coloca a su heredero junto al trono,
envuelto en gloria. Es una visión triunfante que a los creyentes perseguidos,
que sufrieron y algunos murieron por su fe, los llenaba de esperanza.
En la fiesta de «Cristo Rey» podemos caer en dos extremos
que se alejan del evangelio. Podemos politizar a Jesús, en un sentido u otro.
Algunos quieren ver la realeza de Jesús como un poder sobre el mundo, encarnado
en las instituciones eclesiales o humanas que legitiman su autoridad en Dios.
Otros quieren ver a Jesús como el guerrillero rebelde contra Roma, cabecilla de
una revolución de pobres donde los grandes serán abatidos, pero con la fuerza
de la violencia, que no deja de ser otro poder. Tanto uno como otro «Cristo» justificaría
el uso de la fuerza, incluso de las armas, para conseguir implantar el reino de
Dios en la tierra. Las dos posiciones son desviaciones y se alejan de este
Jesús que, ante Pilato, afirma que su reino no es de este mundo.
Hoy celebramos esta realeza de Jesús: el don de su vida resucitada, un don que quiere compartir con todos nosotros. Es una realeza fundamentada en su firme unión con Dios; en la entrega hasta el límite, en el amor sin medida, en la renuncia al poder.
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