2024-11-22

Mi reino no es de este mundo

34º Domingo
Jesucristo Rey del universo

Evangelio: Juan 18, 33b-37

«El rey de los judíos»: con esta acusación, los sacerdotes del Templo lograron convencer a Pilato de que Jesús era un líder peligroso que amenazaba el poder romano y que había que condenarlo a muerte.

En el diálogo que reproduce el evangelio de Juan vemos las serias dudas de Pilato: ¿De verdad ese hombre callado, maltratado y de mirada profunda, del que hasta ahora no había tenido noticia, es un peligro para Roma? ¿Ese hombre tiene pretensiones de realeza? Pilato pregunta a Jesús directamente para cerciorarse de dictar una justa sentencia. Y Jesús replica y le viene a decir: ¿De dónde sale esto? ¿Lo crees tú o es que otros te lo han dicho?

Pilato le inquiere de nuevo, ¿Qué has hecho? La respuesta de Jesús no puede ser más clara, y echa por tierra cualquier intento de politizar la figura de Jesús. «Mi reino no es de este mundo», le dice. Su realeza no tiene nada que ver con el poder mundano, con la ambición de poder, o con el deseo de gobernar sobre su pueblo para hacer justicia. Nada más lejos de su intención. El reino de Jesús es el alma humana, el reino de Dios, y su único poder es el amor capaz de convertir los corazones más duros.

Pilato intuye algo, por eso teme, pero no llega a comprender la verdad. Los sacerdotes que han entregado a Jesús saben algo más, y por eso también temen. Porque la verdad que Jesús trae derrumba su sistema de rituales, normas y costumbres gracias al cual viven y exprimen al pueblo, enriqueciéndose y ganando poder. Por eso necesitan acabar con él, y por eso necesitan que sea Pilato quien le condene. Porque, si Jesús muere como profeta, el pueblo que lo ama lo venerará y aún podría rebelarse.  Pero si Jesús muere como un sedicioso, un criminal político (hoy diríamos, un terrorista), su buena fama se perderá, su muerte será vergonzosa y su nombre caerá en el olvido.

Jesús renuncia al poder. Su trono es la cruz; su corona es una tiara de espinas; las manos que empuñan el cetro serán clavadas y desgarradas; morirá como un delincuente. Sin ejército que lo defienda: sus propios seguidores lo abandonan y lo dejan solo. Apenas quedan a su lado unas pocas mujeres y el discípulo amado, que sólo pueden mirar de lejos y llorar.

Pero Dios siempre tiene un plan reservado. De la muerte cruel, injusta y vergonzosa, su hijo saldrá victorioso a una vida imperecedera. Esta es la respuesta de Dios ante el mal del mundo: no va a castigar a los homicidas que matan a su hijo, va a derrotar a la misma muerte. Por eso san Pablo y el Apocalipsis, recogiendo las imágenes proféticas de Daniel, explican que Dios Padre lo coloca a su derecha, como un rey coloca a su heredero junto al trono, envuelto en gloria. Es una visión triunfante que a los creyentes perseguidos, que sufrieron y algunos murieron por su fe, los llenaba de esperanza.

En la fiesta de «Cristo Rey» podemos caer en dos extremos que se alejan del evangelio. Podemos politizar a Jesús, en un sentido u otro. Algunos quieren ver la realeza de Jesús como un poder sobre el mundo, encarnado en las instituciones eclesiales o humanas que legitiman su autoridad en Dios. Otros quieren ver a Jesús como el guerrillero rebelde contra Roma, cabecilla de una revolución de pobres donde los grandes serán abatidos, pero con la fuerza de la violencia, que no deja de ser otro poder. Tanto uno como otro «Cristo» justificaría el uso de la fuerza, incluso de las armas, para conseguir implantar el reino de Dios en la tierra. Las dos posiciones son desviaciones y se alejan de este Jesús que, ante Pilato, afirma que su reino no es de este mundo.

Hoy celebramos esta realeza de Jesús: el don de su vida resucitada, un don que quiere compartir con todos nosotros. Es una realeza fundamentada en su firme unión con Dios; en la entrega hasta el límite, en el amor sin medida, en la renuncia al poder. 

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