2025-03-28

Reconciliarnos con Dios

4º Domingo de Cuaresma - C

Josué 5, 9-12
Salmo 32
2 Corintios 5, 17-21
Lucas 15, 1-3. 11-32

Con la parábola del hijo pródigo Jesús traza el retrato más vivo y profundo de quién es Dios Padre. ¡Un Dios cuya justicia es asombrosa!

No basta creer en Dios o creer que existe. ¿Qué imagen tenemos de Dios? ¿Cómo es nuestra relación con él? ¿Nos sentimos juzgados, vigilados, censurados, controlados? Si decimos que Dios es amor, ¿nos sentimos realmente amados por él? ¿Confiamos en su amor? 

¿Cómo experimentamos su perdón? ¿Nos sentimos justos e irreprochables, como el hijo mayor del relato, merecedores de un premio y con el derecho a juzgar a los demás? ¿O nos sentimos tan miserables, como el hijo menor, que no nos atrevemos a ser hijos, sino solo siervos?

Jesús nos presenta a un Padre Dios de bondad insólita y sin límites. En primer lugar, nos da total libertad. Deja que el hijo menor se vaya sin detenerlo, aunque se equivoque. En segundo lugar, es generoso. Le da su parte de la herencia al joven, aunque no sea el momento y aunque sepa que la va a dilapidar. Así es Dios con nosotros: nos da la vida, nos lo da todo y no pide explicaciones ni nos impide seguir nuestro camino. Nos deja libres aunque sea para alejarnos de él y causarnos daño, a nosotros mismos y a los demás. ¡Qué misterio tan grande!

Pero ¿qué hace cuando el hijo regresa? Lo acoge. No solo le abre las puertas de su casa, ¡corre afuera para abrazarlo! Sale, se avanza, “primerea”, como dice el Papa Francisco. Dios siempre se anticipa porque quien ama mucho no puede esperar más, ¡corre! Después, perdona, y más aún: olvida. No le pide cuentas, no le echa nada en cara, no le recuerda sus faltas y su error. Cuando el hijo empieza a hablar lo interrumpe. Nada de excusas ni humillaciones. Lo viste como un príncipe y le ofrece un banquete. El cielo está de fiesta, dice Jesús, cuando un pecador se arrepiente y regresa a los brazos del Padre.

¡Qué Padre tan bueno! ¡Qué Dios tan derrochador de amor, de perdón, de acogida, de ternura! A los ojos racionales del hijo mayor, que se cree perfecto, eso es injusto. Su visión es clara, pero carente de amor y de compasión. Es la postura de quien cree ganar el cielo con sus méritos y esfuerzos. Jesús nos enseña que el cielo no se gana, lo ofrece Dios a todos, gratis, y basta solo ser humilde y tener el corazón abierto para dejarse invitar y acoger, sobre todo cuando hemos caído y nos hemos arrastrado por el barro del desamparo, la soledad y la pobreza más honda, que es el vacío interior, la falta de sentido y de amor en la vida. Dios es así: generoso, respetuoso de nuestra libertad, acogedor y festivo. Como dice San Pablo, nos llama a todos a reconciliarnos con él. No nos pide cuentas de nada. Nos abraza y con su amor nos renueva: lo antiguo ha pasado. Lo nuevo ha comenzado

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2025-03-21

Convertirse es vivir

3r Domingo de Cuaresma - C


Éxodo 3, 1-15
Salmo 102
1 Corintios 10, 1-12
Lucas 13, 1-9


Las lecturas de este tercer domingo nos pueden sorprender un poco, especialmente el evangelio y la carta de Pablo, por su rotundidad. Nos vienen a decir, tanto Jesús como el apóstol, que si no nos convertimos, pereceremos. Pablo recuerda al pueblo de Israel por el desierto. Dios los acompañaba, Moisés los guiaba, no les faltó agua ni alimento, pero las gentes protestaron y desafiaron al cielo. La mayoría perecieron en aquel largo trayecto. En el evangelio, Jesús comenta varias catástrofes que han sucedido. Una torre derrumbada, una sangrienta represión militar, cientos de muertos… ¿Eran culpables todos ellos? No, dice Jesús, no más que cualquiera de vosotros. Pero «si no os convertís, pereceréis de mala manera». ¿Suena amenazador? ¿Por qué estas palabras tan duras?

Hay que leer toda la lectura en su contexto para comprender el significado. Hoy también comentamos las desgracias que aquejan al mundo. Los medios de comunicación nos las hacen más cercanas que nunca: guerras, atentados terroristas, asesinatos o desastres naturales. Es inevitable que haya muchos que saquen conclusiones o moralejas. Antiguamente se hacía mucho. ¿Venía una peste, un seísmo o una inundación? Algo hemos hecho mal: es un castigo del cielo. Hoy también hay quienes piensan que todas estas calamidades son señales del enfado divino. Como pecamos, dicen, Dios nos castiga. Incluso desde fuera de la mentalidad religiosa, en el pensamiento ecologista, existe cierta tendencia a pensar que la tierra responde airada ante las agresiones y la explotación del ser humano y, en cierto modo, se toma su venganza.  

Pero Jesús nos quita esas ideas de la cabeza. Dios no es un cruel justiciero, ni un castigador injusto. Las catástrofes ocurren. Las provocadas por el hombre son culpa de quienes las propician, aunque las víctimas rara vez son culpables, al contrario. El autor de estas tragedias es el hombre, siempre. Las causadas por la naturaleza no tienen ningún tinte moral: el cosmos es así. Si hay víctimas es, quizás, debido a la ignorancia y a la negligencia humana, que podría prevenirlas mejor con los recursos que hay.

Jesús aprovecha esta ocasión para abordar el miedo que toda persona tiene: el miedo a morir, a perecer de mala manera, a sucumbir violentamente. Es el miedo innato de todo ser humano a ser exterminado, aniquilado y disuelto en la nada.

Y Jesús nos habla de otra muerte, más sutil, pero no menos cierta. Es la muerte en vida de quien ha dejado de creer, de vibrar con la vida, de ansiar el bien. La muerte en vida de quien se niega a cambiar, a abrir el corazón, a convertirse. La muerte en vida de quien se encierra en su ego y no quiere amar ni dejarse amar, o limita su mezquino amor a unos pocos, mientras que el resto del mundo no le importa. Es la muerte en vida del egoísmo, del orgullo, de la obstinación y la cerrazón mental. La muerte del que rechaza a Dios.

Jesús termina con la parábola de una higuera que no produce nada. El amo quiere arrancarla, pero el labrador intercede por ese campo estéril. «Déjala este año; yo la cavaré y abonaré, a ver si da fruto…» ¿Quién es este labrador misericordioso?

La viña en el lenguaje de Jesús es el mundo. Somos nosotros, la humanidad. Dios nos plantó y hemos dado bien poco fruto, o nada. El labrador es Jesús. Él se ha hecho humano, comparte nuestro destino y quiere rescatarnos de la quema. Él se ofrece a cuidar la higuera. Y lo hizo: la cavó con sus palabras, la regó con su sangre… ¡Esperando que diera fruto! Dios, como vemos, no ha arrancado el árbol de su viña. Y a lo largo de los siglos, el labrador sigue cavando y abonando, él y todos sus seguidores, que continúan su misión. La viña quizás no da todo el fruto que el amo quisiera, pero va dando sus cosechas, grandes o pequeñas… y sigue creciendo, pese a todo.

Nosotros somos, a la vez, viña y viñador. Somos planta llamada a dar fruto y ayudantes del viñador, para que otros puedan también abrirse y dar sus frutos. Si damos fruto y ayudamos a que otros lo den, estaremos viviendo una vida auténtica y plena, con sentido, una vida que ni siquiera la muerte podrá derrotar. Moriremos físicamente, sí, pero nuestro ser continuará y nacerá a otra vida que nos espera al otro lado, junto a nuestro Creador. Y, mientras tanto, habremos vivido despiertos, desprendiendo vida y despertando vida a nuestro alrededor. ¡Así claro que vale la pena vivir!  

2025-03-14

Ciudadanos del cielo

2º Domingo de Cuaresma - C


Génesis 15, 5-12. 17-18
Salmo 26
Filipenses 3, 17 - 4,1
Lucas 9, 28-36


La lectura del Antiguo Testamento nos muestra a Abraham ofreciendo un sacrificio a Dios en lo alto de un monte. Dios acepta su sacrificio, pasando como fuego entre los animales, y le hace una promesa: será padre de un gran pueblo. Abraham cree sin dudar y el autor bíblico añade: «se le contó en su haber». Creer en las promesas divinas nos abre a la maravilla de lo inesperado, que sobrepasa todas nuestras expectativas. Abraham quería tener un hijo… ¡y fue padre de una multitud!  

El evangelio de hoy nos lleva a otro monte, el Tabor, donde Jesús se transfigura ante sus discípulos más amados: Pedro, Santiago y Juan. El monte, lugar de oración, es un lugar de transformación. No es Dios quien cambia cuando rezamos, sino nosotros: somos transformados y vemos las cosas de otra manera. Allí, en el Tabor, los discípulos vieron a Jesús como quien realmente era, en su gloria. Hombre y a la vez Dios. La voz que escuchan no es la de ningún profeta ni su propia imaginación: es el mismo Padre quien los exhorta a escuchar a Jesús. Esto cambiará sus vidas radicalmente.

San Pablo escribe a una comunidad muy querida: la de Filipos. Apenado porque muchos cristianos se dejan llevar por el materialismo del mundo y por seguir la voz de su propio egoísmo y complacencia, exhorta a los filipenses a seguir fieles a Jesucristo y a llevar una vida honesta. Utiliza una expresión hermosa: ¡somos ciudadanos del cielo! Vivimos en este mundo pero ya no pertenecemos a él. Somos de Dios, somos del cielo, y llegará un momento en que, al igual que Cristo, todos nosotros seremos transfigurados y pasaremos a vivir una existencia gloriosa, sin muerte y sin corrupción. Pablo alude a una realidad misteriosa que solo podía conocer por su encuentro con Jesús, al igual que la conocieron Pedro, Santiago y Juan: la certeza de que, más allá de la vida terrenal, nos espera una vida resucitada, gloriosa, eterna y plena, como no llegamos a imaginar. Esta certeza nos da valor, esperanza y alegría para vivir, ya aquí, como si viviéramos en el cielo. No hay lugar para el miedo ni la tristeza. Las lecturas de hoy nos hablan de vivir con gozo y confianza, amando y haciendo el bien. ¡Somos de Dios! Somos ciudadanos de su reino. 

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2025-03-07

Tentaciones en el desierto

Primer domingo de Cuaresma - C


«Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto, y tentado allí por el diablo durante cuarenta días…». Lc 4, 1-13.

Ante la flaqueza y el cansancio


Después del bautismo en el Jordán, Jesús se retira al desierto. En el Jordán ha quedado manifiesta su filiación con Dios y su misión apostólica. Ahora, busca un tiempo de receso para prepararse. Este relato en el desierto nos permite dar cohesión a la figura de Jesús. 

Las tentaciones responden a una hábil sutileza del diablo. El demonio conoce bien al ser humano, sus lagunas, su ego, sus ambiciones. Y también conoce muy bien a Jesús. 

Después de cuarenta días, Jesús pasa hambre. El diablo aprovecha la fragilidad y el cansancio del momento para intentar manipular su voluntad. Está claro que Jesús está unido profundamente al Padre y el demonio no puede con Él. Pero, cuántas veces por cansancio, por dolor, por flaqueza, caemos en las sutiles manifestaciones del diablo. Con diferentes apariencias, él sabe aprovechar la debilidad, el desencanto y las malas experiencias para mostrarse como un seudo salvador y prometer el cielo que él ha perdido. 

La tentación del poder económico


El diablo le propone a Jesús convertir las piedras en pan. Él puede hacerlo y acabar así con su necesidad. Se trata de una tentación que alude al poder económico. Jesús multiplicó los panes y las multitudes entusiastas querían hacerlo rey. Es una trampa muy hábil del demonio. Bajo una apariencia humanitaria, reduce la salvación y la felicidad del ser humano al bienestar puramente material. La tentación de sucumbir al poder económico para comprar con él falsas seguridades, falsos paraísos, es muy grande, especialmente en los momentos de angustia y dificultades. Hoy día, en que la inestabilidad del mundo es acusada y las personas nos acostumbramos rápidamente a vivir con cierta comodidad, ceder al poder del dinero y rendir culto a la riqueza económica es una tentación muy frecuente, en la que es fácil caer movidos por causas que parecen muy razonables. Es cierto que toda persona debe luchar por su supervivencia y por una vida digna y próspera, también económicamente. Pero nuestra salvación y la plenitud de nuestros deseos no se encuentran solamente en los bienes materiales. 

El afán por dominar el mundo


La segunda tentación es esta: «Si me adoras, te daré todos los reinos que el mundo me ha dado». En esta tentación el diablo se siente por encima de Jesús. Pero en realidad, es un ángel excluido, que ha participado de los poderes celestiales y que en su momento cayó y quedó reducido. Ahora quiere recuperar su estatus y su poder. Esta tentativa del demonio se refiere al poder político y a todas las formas de potestad sobre las personas, desde la dominación militar hasta la represión y la manipulación. 

Cuando una persona vive centrada en sí misma y desea que el mundo gire a su alrededor, no resiste la tentación de dominar y someter a los demás a su antojo. El poder es una droga sutil que atrapa a muchas personas, ávidas de protagonismo y henchidas de orgullo. Pero tiene un precio muy alto, como el diablo indica: «Todo esto te daré si te postras ante mí». Jesús replica: «Adorarás a tu Señor y solo a Él darás culto». Cuando somos egoístas, cuando nuestra única meta en el mundo es el dinero, el sexo, el poder, la ambición, todo lo que nos complace sin tener en cuenta a los demás, ¿no nos estaremos arrodillando ante el diablo? Jesús responde que solo tenemos que adorar a aquel que es la bondad, aquel que desea nuestra felicidad sin engaño, aquel que es Amor. Aún va más allá: a Dios no solo hay que adorarlo, sino abrazarlo y acogerlo dentro de nosotros. 

La tentación del poder religioso 


Con la tercera tentación, el demonio insta a Jesús a arrojarse de lo alto del templo: «Los ángeles del Señor te recogerán». Jesús responde: «No tentarás al Señor tu Dios». El diablo aprovecha toda ocasión para engrandecer nuestro ego. Cuando una persona alcanza cierto prestigio y reconocimiento puede llegar a pensar que tiene licencia para hacer cualquier cosa. Está por encima del bien y el mal y acaba endiosándose.

El diablo sabe que Jesús tiene poder. Es un hombre carismático, el pueblo lo escucha y lo sigue; podría manipular y dominar fácilmente a sus adeptos. Pero renuncia a ello. No quiere alardear de su capacidad para hacer milagros. Su poder es el amor, el servicio, la misericordia. Por el bautismo, todo cristiano participa del poder de Cristo. Cuanto más unidos estamos a él, más se alejará el diablo de nosotros. Pero es preciso mantenerse fieles y alerta. Porque el mal siempre está acechando, intentando debilitarnos y apartarnos de Dios.

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