2025-10-31

Los que transitan hacia la luz

En casa de mi padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que a donde estoy yo, estéis también vosotros.

Jn 14, 1-6




El paso intermedio hacia la luz


Celebramos hoy la festividad de los Fieles Difuntos, una fiesta en la que la Iglesia nos invita a rezar por muchos seres queridos que nos han precedido. Tras la muerte, ellos transitan por el camino de la luz, ese trayecto que los conducirá hasta Dios. Esta celebración es la continuidad de la fiesta de Todos los Santos, es decir, todos aquellos que ya están disfrutando del abrazo eterno de Dios Padre y ya han entrado en la intimidad más genuina, que es su mismo corazón. Estos ya están gozando de la poderosísima gloria de Dios.

Nuestros difuntos se hallan en ese paso intermedio, durante el cual poco a poco se van adaptando a la luz potentísima de Dios, que es fuego ardiente de amor. Por eso nuestras oraciones y las eucaristías que ofrezcamos por ellos son necesarias, pues los acompañan en ese proceso y agilizan su paso.

Una respuesta ante la muerte


En esta liturgia, la Iglesia quiere ayudarnos a reflexionar sobre la muerte, una situación vital que a todos, creyentes y no creyentes, nos interpela profundamente.

Delante de la muerte nos sentimos desconcertados e inseguros. Especialmente nos inquieta que un día dejemos de existir. Nos asalta la cuestión más fundamental: el sentido de la existencia humana, y nos preguntamos qué hay detrás de la muerte, de ese fino velo que separa la vida terrena del más allá. Ante este misterio, nos sentimos sobrecogidos e indefensos.

La muerte marca existencialmente a todas las culturas, desde la más remota hasta la nuestra, llena de soberbia y orgullo, cuya petulancia científica cree tener respuestas para todo.

Pero los cristianos encontramos la respuesta en Jesús: en la resurrección del cuerpo y del alma. Para nosotros la muerte es un paso necesario para un encuentro en el más allá, el abrazo de Dios con su criatura. Porque Dios nos ama tanto que nos ha regalado una vida eterna que nos permita disfrutar de su presencia sin fin.

Nos debe preocupar la vida


A los cristianos no debería preocuparnos la muerte, porque ya sabemos el final generoso que nos regala Dios, sino que ha de preocuparnos cómo vivir la vida. Hemos de temer, antes que la muerte, vivir equivocadamente, al margen de los demás; hemos de temer una vida hinchada de soberbia, una vida vacía, sin sentido, apagada y sin amor; una vida llena de enfrentamientos en la convivencia. Hemos de temer lo que nos engaña y nos hace infelices.

Teniendo presente la perspectiva de la eternidad, nuestra vida puede cambiar y ser mucho más serena y fructífera. Tenemos un tiempo en esta tierra para hacer el bien, sin temor y sin vacilación alguna.

La victoria de Cristo sobre la muerte es la gran respuesta a esta cuestión antropológica tan honda: Cristo es nuestra salvación y quiere que todos se salven y tengan vida eterna, como dice san Juan en su evangelio: “He venido para que tengan vida, y vida en abundancia”. Vivir como él lo hizo, “pasar haciendo el bien” y entregando nuestra vida por amor, es el trayecto más seguro para afrontar la muerte con paz.

Dios nos guarda un lugar


El deseo de Jesús es que no seamos cobardes, que tengamos fe en él y en Dios Padre, porque en casa de su Padre hay muchas moradas y él nos hará un lugar. El deseo más genuino de Dios es conservarnos vivos para permanecer con él. Sólo es necesario nuestro sí para el encuentro definitivo, el abrazo con él en la eternidad.

Jesús nos dice que Dios nos tiene un sitio preparado: ya ocupamos un lugar en su corazón. San Pablo nos dirá también que la resurrección del cuerpo glorioso de Cristo también es promesa de la resurrección de nuestro cuerpo mortal. Esta es la gran dicha del cristiano: viviremos para siempre y nos encontraremos con el Padre en el cielo.

Todos los Santos

Lecturas

Apocalipsis 7, 2-4. 9, 14.
Salmo 23.
Mateo 5, 1-12.

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Al ver el gentío, subió Jesús al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos. Él tomó la palabra y se puso a enseñarles así: 
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los que sufren, porque ellos serán consolados. Dichosos los que sufren, porque ellos heredarán la tierra.  Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por ser justos, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos seréis cuando os injurien, os persigan y digan contra vosotros toda suerte de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos…

Mt 5, 1-12

Un camino distinto hacia la felicidad

En esta fiesta de todos los santos leemos el evangelio de las bienaventuranzas. Dichosos son los que… o felices, en otras traducciones. La idea de fondo que subyace en estas sentencias es una promesa de dicha y felicidad plena.

En la cultura del antiguo Israel era tradicional que se pronunciaran bendiciones a los justos que cumplían la voluntad de Dios, así como maldiciones a los impíos y a los enemigos. Jesús toma esta forma literaria para proclamar sus bienaventuranzas. Como todo su mensaje, rompen esquemas antiguos y están impregnadas de novedad.

Cuando oímos la palabra felicidad, solemos asociarla con el bienestar, el placer, la prosperidad y, en general, con un estado emocional positivo. Identificamos la felicidad con sus consecuencias y, por tanto, nos dedicamos a perseguir estos resultados a toda costa, a veces de forma un tanto interesada y egoísta.

Los antiguos judíos creían que una vida próspera y feliz era consecuencia de la buena conducta, una especie de premio que Dios concedía a los justos. Siguiendo este razonamiento, si a una persona no le van bien las cosas es porque no ha sido justo y Dios le ha castigado. Por tanto, la felicidad es un pago, una recompensa a la buena conducta y al cumplimiento de la ley. Esta forma de pensar, por un lado, lleva a enorgullecerse a aquellos a quienes les van bien las cosas. Y, por otro, no explica el misterio del dolor, por qué las personas buenas a veces padecen injustamente o sufren reveses que no se merecen.

Jesús propone un camino totalmente opuesto a esta mentalidad. Es una paradoja, incluso para nosotros, los creyentes de hoy. Jesús dice que serán felices los marginados, los pobres, los sufridos… ¿Por qué?

Jesús mira a sus discípulos

Aunque Jesús habla ante una multitud, estas bienaventuranzas, señala el evangelista, están dirigidas especialmente a sus discípulos. Por tanto, son para todos aquellos que lo han seguido a lo largo de los siglos y también hoy.

Para quienes critican el cristianismo las bienaventuranzas son una apología de la mediocridad, un consuelo para que los pobres se resignen a su suerte. Incluso hay quien hace una lectura masoquista de este evangelio. La consecuencia es que esta forma de pensar es opuesta a la plenitud y a la dignidad del ser humano, ya que ensalza los valores contrarios.

Pero esta lectura, que se ha extendido mucho gracias a algunos pensadores célebres, como Nietzsche, se queda en la superficie y es muy parcial e inexacta. Entender el cristianismo como opuesto al humanismo es no entender nada de su mensaje. Jesús conoce muy bien la naturaleza humana, conoce sus anhelos y sus aspiraciones y sabe que, a menudo, el camino hacia lo que más desea nuestro corazón pasa por una serie de dificultades y de pruebas.

Jesús no está a favor del sufrimiento porque sí. Lo que está diciendo a sus discípulos es que, por el hecho de seguirlo y de predicar el Reino, van a toparse con muchas dificultades. Van a ser pobres, los rechazarán, sufrirán soledad, llorarán por la incomprensión de los suyos, incluso serán perseguidos y algunos encarcelados por orden de la justicia. Jesús está avisando de lo que les espera a sus seguidores. No es un profeta que “vende” su doctrina con falsas promesas de éxito fácil. Es muy realista y sabe que tendrán que afrontar muchas pruebas dolorosas.

Poseerán el Reino

Pero, pese a todo, ¡felices ellos! ¿Por qué? Porque serán saciados, consolados, compadecidos y apoyados. Porque suyo será el Reino de los Cielos. No lo poseerán como se posee una casa o una tierra, porque el Reino es el mismo Dios, amor entregado. Serán poseídos y colmados por ese amor. Y ese amor será su alimento, su paz, su alegría y su consuelo. No podemos leer las bienaventuranzas separadas del resto del evangelio. Jesús siempre nos habla de su Reino. Y el Reino es la perla preciosa que vale más que todos los tesoros del mundo. Por ella vale la pena dejarlo todo, como lo hicieron los discípulos.

Esta perla preciosa, en realidad, es el mismo Jesús. El mismo que se hará pan, alimento y agua de vida para saciar a los que creen en él. Los bienaventurados no serán los cumplidores de la ley ni los afortunados, sino los sencillos de corazón que se han fiado de Dios, que han creído en él, que se dejan llenar por él.

Y esta felicidad, que pertenece al cielo, no pensemos que empezará en el más allá, después de la muerte. El Reino comienza aquí, sobre la tierra. Los santos ―sancti, beati, en latín― son los felices. Porque han decidido, no tomar, sino dar; no centrarse en sí mismos, sino abrirse a los demás. Felices de verdad porque han decidido, no buscar su felicidad egoísta y personal, sino a Jesús. Y, encontrándolo, han encontrado también la verdadera dicha, el gozo que nunca se acaba.

2025-10-25

El fariseo y el publicano - 30º Domingo Ordinario C

Jesús nos presenta la conocida parábola del fariseo y el publicano. Que también podríamos llamar la oración del que se cree puro y la oración del pecador. Su relato da pie a señalar algunos riesgos que corren las personas creyentes y devotas.

Lecturas de la misa: Eclesiástico 35, 12-14.16-18; Salmo 33; 2 Timoteo 4,6-8.16-18; Lucas 18,9-14.

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La parábola del fariseo y el publicano es un toque de atención a nuestra actitud ante Dios. Las personas que decimos tener fe y practicarla, ¿cómo nos situamos ante él? ¿Cómo son nuestras oraciones? Todos pedimos, a veces agradecemos y alguna otra vez alabamos… Pero ¿cómo nos sentimos ante Dios? ¿Nos sentimos escuchados? ¿Amados y comprendidos? ¿Creemos que él nos atiende siempre? ¿Nos sentimos indignos, quizás? ¿O creemos merecer lo que pedimos, porque somos buenos cumplidores de los preceptos? ¿Sentimos temor, o un respeto cauteloso ante Dios? ¿Confianza?

El fariseo encarna la actitud del hombre hecho a sí mismo, con gran fuerza de voluntad. Su virtud es fruto de su esfuerzo, y se siente satisfecho y realizado. Da gracias a Dios porque las cosas le van bien y él se comporta correctamente. ¿No es eso, acaso, un ideal de vida? Para cualquier persona sensata, parece que ser honrado y disfrutar de prosperidad en la vida es algo muy deseable. ¿Por qué Jesús dice que este fariseo no salió justificado? En cambio, el publicano confiesa que es un pecador. Y lo es, ciertamente. Reconocerse pecador es una gracia de Dios porque no todos lo hacemos. Nos cuesta ver las propias faltas y nuestra ingratitud ante tantos regalos como Dios nos da. Si fuéramos conscientes de todo el amor que recibimos y lo poco que correspondemos, todos lloraríamos arrepentidos como el publicano de la parábola. Pero ¿es que acaso Dios prefiere a los pecadores? La primera lectura del Eclesiástico nos dice que Dios no es parcial con el pobre y escucha las súplicas del oprimido. 

Un pecador que se reconoce como tal es también un pobre, un herido, un oprimido. El Papa Francisco define el pecado como una grave herida en el alma, que necesita ser curada. Dios no es parcial con los pecadores, ¡tiene una debilidad por ellos! Como una madre hacia su hijo más vulnerable, Dios quiere rescatar al pecador y quiere restaurar su vida. Pero quien peca debe dejarse ayudar, y sólo podrá recibir el amor sanador de Dios cuando reconoce su falta. Dios no quiere abrumarnos con complejos de culpa ni quiere que caigamos en la desesperación. Sólo necesita que contemos con él, porque su amor es mucho mayor que nuestros pecados y borra hasta la culpa más negra. Dios no viene, como afirman los psicoanalistas ateos, para cargarnos de culpa, sino para liberarnos de ella. 

El problema del fariseo es su orgullo y su desprecio. El orgullo lo ciega y le impide ver sus propias faltas (todos, sin excepción, las tenemos). El desprecio le hace mirar por encima del hombro al publicano. Se siente mejor que los demás, y esta actitud es lo contrario del reino de Dios, donde todos son últimos, iguales y servidores de todos. Una actitud de orgullo y autosuficiencia es la base de la división, el elitismo y la injusticia. 

 Aprendamos la manera de ser de Dios, que escucha siempre, atiende siempre y está cerca cuando nos sentimos derrotados y pecadores. Él nos levantará, como afirma San Pablo. Nos dará fuerzas y nos librará de todo mal. Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo.

2025-10-18

29º Domingo Ordinario C - La viuda y el juez

Con la parábola del juez inicuo y la viuda insistente Jesús nos anima a orar sin desfallecer. Pero también apela al clamor de justicia de tantos pobres de la tierra, que piden ser escuchados y atendidos. Lecturas de la misa: Éxodo 17, 8-12; Salmo 120; 2 Timoteo 3, 14 -4, 2; Lucas 18, 1-8

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Las lecturas de hoy nos hablan de la fe. La fe mueve montañas, propicia la victoria, nos impulsa a seguir contra viento y marea y, al final, corona nuestros esfuerzos. La fe no es exclusiva de nuestra religión cristiana. Muchos gurús de la autoayuda y líderes de diferentes religiones hablan del poder del deseo, de la fuerza de la voluntad y de la intención, afirmando que cada cual atrae aquello que desea fervientemente. Sin fe en el resultado no habría motivación posible ni perseverancia en el esfuerzo. Sin fe tampoco serían posibles las relaciones humanas, ni la cooperación, ni empresa alguna, ya que todo cuanto hacemos se fundamenta en la confianza. Pero ¿de qué fe estamos hablando?

¿En quién confiamos los cristianos? ¿Dónde se asienta nuestra fe? ¿Es fe en nosotros mismos? ¿Es fe en las fuerzas del universo? ¿Es fe en nuestro esfuerzo y en nuestro trabajo? ¿Fe en otras personas? ¿Fe en un ideal?

Bueno es confiar en los demás, sobre todo cuando tenemos pruebas de que nos quieren y desean nuestro bien. Y es bueno confiar en nuestras capacidades, que a menudo son mucho más grandes de lo que pensamos. Pero la fe de los cristianos no es creer una idea ni en uno mismo: nuestra fe descansa en Dios.

La doctrina del “cree en ti mismo” es muy atractiva, pero puede encerrar una trampa. La fe ha de apoyarse en algo muy sólido, que nunca falle, y las personas siempre acabamos fallando porque no somos dioses y nos equivocamos una y otra vez. La fe robusta se apoya en Alguien: el único que jamás falla, el que siempre es fiel y no nos abandona. El que nos ama hasta el punto de entregarse por nosotros y morir. Jesús es el rostro de este Dios en quien confiamos. Un Dios personal, con cara y nombre, con quien podemos dialogar y compartir afecto. Un Dios que no es lejano ni indiferente, que se preocupa por nuestra vida cotidiana, por nuestras pequeñas y grandes batallas. Un Dios que sostiene, cuida y responde.

La viuda del evangelio es una mujer tenaz. No se cansa de pedir justicia al juez, aun sabiendo que es un hombre que no respeta a nadie. Perseverando consigue lo que busca. Si un juez inicuo puede otorgar justicia, ¡cuánto más Dios nos dará lo que necesitamos, si se lo pedimos! Pero Jesús entonces se hace una pregunta terrible: Cuando el hijo del hombre venga, ¿encontrará fe en esta tierra?

¿Cómo rezamos? ¿Con qué actitud le pedimos ayuda a Dios? ¿Qué le pedimos? ¿Esperamos que él va a responder y que nos dará todo lo bueno, o cosas todavía mejores de lo que nos atrevemos a pedirle?

Santa Teresa rezaba y pedía a San José que le ayudara a enderezar sus peticiones, si no iban bien encaminadas. San Pablo afirma que el Espíritu Santo ora por nosotros, y él nos enseña a rezar bien. ¿Por qué lo dice? Porque no siempre pedimos lo que nos conviene. A veces tampoco estamos preparados para recibir lo que pedimos. Porque recibir un don supone una responsabilidad y un compromiso. Y quizás es más cómodo seguir arrastrando nuestras carencias y lamentarnos, antes que levantarnos y emprender un nuevo rumbo en nuestra vida. Pidamos con fe en Dios, sin dudar de él. Perseverar en la fe abre las puertas del cielo. Demos gracias, de corazón, y lloverán bendiciones.

2025-10-10

28º Domingo Ordinario C - Sanación y salvación

Diez leprosos suplican a Jesús que se apiade de ellos. Mientras se alejan para presentarse ante los sacerdotes, quedan curados. Sólo uno regresa para dar gracias a Jesús... Las lecturas de hoy nos hablan de un cambio vital que va mucho más allá de la curación física.


Lecturas de la misa: 2 Reyes 5, 14-17; Salmo 97; 2 Timoteo 2, 8-13; Lucas 17, 11-19.

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En muchos episodios del evangelio vemos a Jesús curar a enfermos y al mismo tiempo perdonar sus pecados. ¿Por qué van unidas las dos acciones? La curación suele ser del cuerpo, pero el perdón es una sanación del alma. La persona necesita ambas: no podemos vivir en plenitud si estamos enfermos, pero la salud del cuerpo sola no basta para tener una vida plena. Muchas veces un alma enferma, herida o torturada por el pecado puede provocar una enfermedad física.

Las lecturas de hoy distinguen entre ambas cosas. Van unidas, pero son distintas. El profeta Eliseo cura a un noble extranjero, Naamán. Él queda tan agradecido que opta por creer y adorar a Dios. Su curación va seguida de un acto de fe y compromiso: no sólo recobra la salud. A partir de ahora su vida dará un cambio. Podríamos preguntarnos qué es más difícil: curarnos o cambiar de vida. ¿Dónde está el mayor milagro: en una sanación o en una conversión?

En el evangelio vemos a Jesús curar a diez leprosos. Increíblemente, sólo uno de ellos vuelve para dar las gracias. ¿Cómo es posible? Los otros nueve están sanados, pero en realidad nada ha cambiado en su corazón. En cambio, el que agradece ha experimentado una convulsión interior. Por eso, de los diez, es el único que está salvado. Es a él a quien Jesús le dice: «Levántate, tu fe te ha salvado». Aunque todos se hayan curado, el único que se levantará y dará un vuelco a su vida será el que supo dejarse tocar por Dios.

Cuántas veces pedimos favores a Dios, como si él se hiciera de rogar y nos quisiera negar lo que necesitamos. El salmo 97 nos habla de un Dios generoso y pródigo, que no deja de derramar amor… ¿Es este el mismo Dios al que suplicamos, porque parece que no nos escucha o tarda en responder? Quizás no hemos aprendido a conocer a Dios. Quizás lo que nos falta es abrirnos a su don y creer, de verdad, que lo que pedimos, si es bueno, nos será concedido en su momento y lugar. Y si no, nos dará algo mejor para nuestra vida y nuestro crecimiento. ¡No dudemos! La desconfianza y la duda son puertas cerradas a la gracia de Dios. ¿No será este el motivo por el que nuestra fe parece tan muerta? Creemos, pero vivimos como si Dios no existiera, como si no tuviéramos fe… ¿Cómo podemos resistir esta incoherencia? Es como la de los diez leprosos, que ante un milagro tan patente ni siquiera se dignan a dar las gracias.

San Pablo ahonda más en la salvación. Su conversión fue un milagro. Pablo ha entendido bien a qué vida nos llama Jesús: una vida eterna, con él. Una vida resucitada. Con él morimos, con él viviremos. Con esta certeza Pablo se ve capaz de afrontarlo todo: desde la enfermedad hasta la cárcel, con alegría y coraje. «Por él sufro hasta llevar cadenas», dice, pero «la palabra de Dios no está encadenada». ¡Qué fe tan firme! ¡Qué belleza! A Dios nadie lo aprisiona ni lo encorseta. Dios nos ama porque quiere, nos ha hecho porque nos quiere y nos da la vida eterna porque así lo desea. Con esta certeza, ¿qué puede asustarnos o desanimarnos? Aprendamos a vivir alimentados de esta fe, porque esta, afirma san Pablo, «es doctrina segura». Dios no falla. Nosotros podemos ser infieles, pero él no puede serlo porque amar es su misma naturaleza.