Segundo domingo de Adviento - ciclo A
La primera lectura, tomada de Isaías, abre una ventana de
esperanza luminosa: brota un renuevo del tronco de Jesé, un brote humilde y
tierno que transformará el mundo. La imagen es poderosa: de algo
aparentemente muerto y seco surge vida nueva. Así actúa Dios. No llega
imponiendo poder, sino ofreciendo un futuro allí donde ya no veíamos ninguno.
El Mesías descrito por Isaías está lleno del Espíritu: sabiduría, fortaleza,
piedad, consejo… Virtudes que no son apariencias, sino frutos de un corazón en
armonía con Dios.
Y es precisamente esa transformación profunda la que Juan
Bautista reclama. Su mensaje no es moralista ni angustioso. Es una llamada a
volver al origen, a recuperar el centro, a dejar que la vida de Dios nos
despierte. La conversión no es un gesto puntual ni un esfuerzo voluntarista: es
un cambio de dirección, una decisión humilde de abrir espacio al Señor que
viene.
Juan exige frutos: “Dad fruto digno de conversión”. No valen
excusas, ni genealogías, ni justificaciones. Lo que cuenta no es lo que uno
dice, sino lo que la vida transparenta. Y aquí suena una pregunta incómoda pero
necesaria: ¿qué frutos estoy ofreciendo hoy? ¿Qué actitudes necesitan
ser podadas, purificadas o reconstruidas?
En medio de su dureza, hay un detalle lleno de ternura: Juan
no se anuncia a sí mismo. Señala siempre a Otro. Él solo es la voz; Jesús es la
Palabra. Juan bautiza con agua; Jesús bautiza “con Espíritu Santo y fuego”. El
fuego del Espíritu no destruye, sino que purifica, ilumina y da calor. Es el
fuego que Isaías intuía, el que convierte lobos y corderos en compañeros, el
que pacifica lo que parecía irreconciliable. La conversión, entonces, no es
un castigo, sino un camino hacia la armonía interior y la reconciliación con
Dios, con los otros y con uno mismo.
San Pablo, en la segunda lectura, retoma esta lógica y la
aterriza en la comunidad cristiana: vivir en concordia, sostenernos mutuamente,
acoger como Cristo acogió. Una comunidad en conversión es un signo vivo del
Reino.
Adentrarse en el Adviento es dejar que esta revolución
silenciosa empiece por dentro: sanar lo que está roto, despertar lo que está
dormido y permitir que brote algo nuevo donde ya no esperábamos nada. Juan nos
invita a despejar el camino, a nivelar lo que estorba, a liberar espacio. No
por miedo, sino por deseo: el deseo de que Dios encuentre un corazón
preparado para recibirlo.
La voz de Juan sigue resonando hoy, como un eco que atraviesa nuestras prisas y distracciones: “Preparad el camino del Señor”. Este Adviento puede ser una oportunidad para volver a lo esencial, para reconocer nuestras sombras sin miedo y para abrirnos a la novedad del Espíritu. Dejar que Dios renueve nuestro interior no es una carga, sino un regalo. Que nuestro corazón, como el renuevo de Isaías, sea tierra donde la esperanza pueda brotar con fuerza.
