2025-12-05

Preparar el corazón: la revolución silenciosa

Segundo domingo de Adviento - ciclo A

Isaías 11, 1-10
Salmo 71
Romanos 15, 4-9 
Mateo 3, 1-12


El segundo domingo de Adviento nos invita a escuchar una voz que no pasa desapercibida: la de Juan Bautista. No habla desde los templos ni desde los lugares cómodos, sino desde el desierto. Allí, Juan proclama una palabra que atraviesa los siglos: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”. Su voz nos despierta, nos desinstala y nos recuerda que el Adviento no es un tiempo para la pasividad, sino para la preparación interior. No se trata de esperar sin más, sino de permitir que Dios renueve desde dentro todo aquello que está gastado, torcido o dormido.

La primera lectura, tomada de Isaías, abre una ventana de esperanza luminosa: brota un renuevo del tronco de Jesé, un brote humilde y tierno que transformará el mundo. La imagen es poderosa: de algo aparentemente muerto y seco surge vida nueva. Así actúa Dios. No llega imponiendo poder, sino ofreciendo un futuro allí donde ya no veíamos ninguno. El Mesías descrito por Isaías está lleno del Espíritu: sabiduría, fortaleza, piedad, consejo… Virtudes que no son apariencias, sino frutos de un corazón en armonía con Dios.

Y es precisamente esa transformación profunda la que Juan Bautista reclama. Su mensaje no es moralista ni angustioso. Es una llamada a volver al origen, a recuperar el centro, a dejar que la vida de Dios nos despierte. La conversión no es un gesto puntual ni un esfuerzo voluntarista: es un cambio de dirección, una decisión humilde de abrir espacio al Señor que viene.

Juan exige frutos: “Dad fruto digno de conversión”. No valen excusas, ni genealogías, ni justificaciones. Lo que cuenta no es lo que uno dice, sino lo que la vida transparenta. Y aquí suena una pregunta incómoda pero necesaria: ¿qué frutos estoy ofreciendo hoy? ¿Qué actitudes necesitan ser podadas, purificadas o reconstruidas?

En medio de su dureza, hay un detalle lleno de ternura: Juan no se anuncia a sí mismo. Señala siempre a Otro. Él solo es la voz; Jesús es la Palabra. Juan bautiza con agua; Jesús bautiza “con Espíritu Santo y fuego”. El fuego del Espíritu no destruye, sino que purifica, ilumina y da calor. Es el fuego que Isaías intuía, el que convierte lobos y corderos en compañeros, el que pacifica lo que parecía irreconciliable. La conversión, entonces, no es un castigo, sino un camino hacia la armonía interior y la reconciliación con Dios, con los otros y con uno mismo.

San Pablo, en la segunda lectura, retoma esta lógica y la aterriza en la comunidad cristiana: vivir en concordia, sostenernos mutuamente, acoger como Cristo acogió. Una comunidad en conversión es un signo vivo del Reino.

Adentrarse en el Adviento es dejar que esta revolución silenciosa empiece por dentro: sanar lo que está roto, despertar lo que está dormido y permitir que brote algo nuevo donde ya no esperábamos nada. Juan nos invita a despejar el camino, a nivelar lo que estorba, a liberar espacio. No por miedo, sino por deseo: el deseo de que Dios encuentre un corazón preparado para recibirlo.

La voz de Juan sigue resonando hoy, como un eco que atraviesa nuestras prisas y distracciones: “Preparad el camino del Señor”. Este Adviento puede ser una oportunidad para volver a lo esencial, para reconocer nuestras sombras sin miedo y para abrirnos a la novedad del Espíritu. Dejar que Dios renueve nuestro interior no es una carga, sino un regalo. Que nuestro corazón, como el renuevo de Isaías, sea tierra donde la esperanza pueda brotar con fuerza.

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