2006-07-30

Multiplicar la generosidad

Cinco panes y dos peces

Eran muchos quienes seguían a Jesús en su caminar por Galilea. Necesitaban ver en él el rostro de la bondad de Dios. Jesús, como hemos visto en otros episodios, se compadece y los instruye con paciencia. Así, miles de personas lo llegaron a seguir. Su capacidad de comunicación era enorme: sabía llegar a su corazón.

En esta ocasión, Jesús debe marchar y despedir a la gente, pero están en un despoblado y no han comido nada. Entonces pregunta a sus discípulos qué pueden hacer. Ellos hacen cálculos. No tienen dinero suficiente para alimentar a una multitud tan numerosa. Andrés interviene, diciendo que un muchacho tiene cinco panes y dos peces. Pero, ¿qué es tan poco para dar de comer a tantos?

Y, sin embargo, basta el gesto de ese jovencito, dando lo poco que tiene, para provocar el milagro. Jesús, bendiciendo este acto, multiplica la generosidad. Todo el mundo puede comer y aún sobra.

Dios responde a nuestra generosidad

Cuando damos, aunque sólo sea un uno por ciento, o aún menos, de cuanto tenemos, Dios lo multiplica hasta el infinito. No regatea. Responde a nuestra generosidad de modo magnificente.

¿Por qué no dar un diezmo de cuanto poseemos? Finalmente, todo lo que tenemos es porque lo hemos recibido o bien otros nos lo han dado. Todo nos viene de Dios. Qué menos que devolverle una pequeña parte de sus dones.

La generosidad implica gratitud y reconocimiento. Todo lo que tenemos es un regalo. Dios, no sólo nos lo ha dado todo. Se nos da a sí mismo, se entrega, sin límites, a través de su Hijo Jesús.

El hambre del mundo

Con el pequeño esfuerzo de aquel muchacho, Jesús fue capaz de alimentar a miles de personas. Este relato nos hace reflexionar sobre el problema del hambre en el mundo. Tan sólo haciendo un pequeño sacrificio, aquellos que tenemos en abundancia podríamos combatirlo.

En el mundo se derrochan enormes cantidades de dinero en guerras. Cuánto cuesta matar, y cuánto menos costaría alimentar a toda la humanidad. Con el coste de una guerra de pocos días, se podría acabar con el hambre. Pero los magnates carecen de la lucidez para ver que no se debe quitar la vida a nadie ni hacer morir a un solo inocente por la ambición de poder que los mueve.

La Iglesia ha de salir al paso de tantos atropellos. Los cristianos estamos llamados a comprometernos. Somos suficientes como para poder cambiar la situación e impedir que muchas personas mueran de hambre. Como mínimo, podemos rezar.

Pero con nuestro diezmo, con nuestra pequeña entrega, podríamos cambiar el mundo. La Iglesia contiene un tesoro inmenso capaz de hacerlo. Es nuestra responsabilidad emplear ese valioso don.

"Y sobraron doce cestas de pan", dice el evangelio. Cuando se produce el milagro, cuando el corazón humano queda tocado, Dios multiplica nuestras posibilidades. Claro que Dios podría hacer muchísimas cosas, él solo, pero ha querido contar con la humanidad, con su fe y su libertad, para hacer su obra.

Dios no sólo quiere librarnos del hambre. Desea que nos saciemos de él. Que imitemos su esplendidez, su capacidad de tocar el corazón, su generosidad. La mayor tragedia, aún más dolorosa que el hambre, es que muchas personas mueran sin conocer a Dios, sin probar el alimento divino.

Trabajemos para que la gente no sufra, para que sepa sacar lo mejor de sí y darlo a los demás.