Jesús se convierte en un gran comunicador de la palabra de Dios. No sólo porque es un buen retórico, sino porque tiene muy clara su misión: hacer llegar a todos la buena noticia del amor de Dios y su deseo de felicidad a todo hombre. La gente se agolpa a su alrededor porque necesita que esas palabras iluminen sus vidas. Jesús, enérgico y firme, cala en lo más hondo de esos corazones que buscan un sentido religioso a su existencia.
Después de dedicar horas a la predicación de la palabra, Jesús entra en acción. Devuelve la esperanza a unos pescadores que faenan en la oscuridad sin obtener nada. La crudeza del frío, bregando sin descanso y sin resultados, desanima a Simón y a sus compañeros. Jesús, con palabras llenas de aliento, les pide que remen mar adentro y que vuelvan a echar las redes. Simón, fiándose de sus palabras, abre su corazón. Dejando su desánimo, vuelve a lanzar las redes. Ese acto de fe se convierte en un milagro. Pescan tantos peces que las redes casi revientan. Pero el verdadero milagro es que Simón, a pesar del cansancio y del abatimiento, vuelve a lanzar las redes y se fía de la palabra de Dios.
Aquella dura noche se convierte en un amanecer cálido, su estéril acción en un fecundo y generoso trabajo, su desaliento en esperanza y alegría; y, sobre todo, su apatía en fe renovada. Simón cambia de rumbo, obedece las palabras de Jesús y se produce la pesca milagrosa.
Sacar fuerzas de donde no las hay, con una sincera oración, puede producir milagros. Llenar nuestra vida de esperanza y amor la hará fecunda, cargada de frutos y de inmensos dones de caridad.
Las tres misiones de Jesús
En esta lectura vemos que Jesús tiene muy claras tres misiones. La primera es instruir. Jesús dedica largas horas a predicar. Sentado en la barca de Pedro, enseña a las gentes, consciente de su vocación de anunciar la palabra de Dios.
Acompaña a la palabra su capacidad para obrar milagros. Estos prodigios respaldan su predicación. El milagro no sólo debe entenderse como un hecho sobrenatural, sino como el poder de llegar a tocar el corazón de la gente, moviendo su libertad, despertando su capacidad de amar.
Finalmente, la tercera misión de Jesús es la llamada. Sabe que para llevar a cabo su obra necesita discípulos, hombres liberados que se entreguen al servicio del evangelio y cooperen en su misión. Por eso Jesús llama a sus apóstoles. A la llamada siempre le precede una actitud humilde. Pedro así lo hace: reconoce, cayendo de rodillas, su pequeñez y sus muchas faltas. La sencillez de Pedro es clave en la llamada. Le pide a Jesús que se aparte de él, pecador. Pero Jesús hará lo contrario. Sin negar su pequeñez, lo llama a estar con él.
Dos actos de confianza
Pedro responde porque se fía de Jesús. Su primer acto de confianza es volver a remar mar adentro, echar las redes de nuevo, contra toda esperanza. El segundo se da cuando escucha su llamada y lo sigue. Jesús no necesita pedirle que renuncie a todo por él; ya sabe que Pedro se ha dado cuenta de que lo más grande que puede alcanzar es estar a su lado, aprender de su maestro.
Pedro, valiente, fiándose de él, sigue a Jesús. Su vida cambia de rumbo. A partir de ahora se adentrará en las aguas turbulentas del pecado para rescatar a las gentes que se ahogan. Esta será su vocación. Pedro deja sus redes de pescador para iniciar un ministerio de libertad.
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