2007-09-09

Quien quiera seguirme…

Dios en el centro de nuestra vida

La bondad de Jesús cala en los corazones de quienes le escuchan. En un momento dado, mira a su alrededor y ve a una multitud que le sigue. Entonces se dirige a aquellos que quieren ir en pos de él con una interpelación que no deja de sorprender por su exigencia.

Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta frase suena como un bofetón. Sus palabras se clavan como dardos. ¿Cómo interpretarla?

No podemos interpretarla de modo literal o fundamentalista. Dios no desea la ruptura de las familias ni el abandono de los deberes de cada cual. No se trata de rechazarlo todo, de abandonar la familia o de romper con nuestro entorno. Eso sí, para quien dice sí a Dios, él es lo primero en su vida. Es tanto, o más, que la propia familia. La persona que sigue a Dios abre su corazón a él para incluirlo y situarlo en el núcleo de su existencia.

La familia

Jesús pide a quienes realmente quieran seguirlo que pospongan padre, madre, hermanos, familia y sitúen a Dios en el centro de su vida. Esta es la condición necesaria para que se dé una total sintonía con él, una confluencia de libertades –mi libertad, la libertad de Dios- y de voluntades acordes.

Seguir a Dios requiere dejar muchas cosas atrás. Son aquellos lastres que nos impiden acercarnos a él. A veces pueden ser personas, situaciones, cosas que nos atan. La familia puede ser un gran apoyo en la vocación si se alegra de ésta y la comparte. Pero, en ocasiones, también la familia, cuando se opone, puede dificultar o impedir la fe. En nuestro mundo de hoy los cristianos no son arrojados a los leones, pero sí existen muchas fuerzas sutiles que quieren arrancar la fe de la sociedad y de nuestro corazón. Cuando Jesús dice: “Quien no lleve su cruz no puede ser discípulo mío”, se está refiriendo a esto. Llevar la cruz por decir sí a Dios puede acarrearnos conflictos sociales y familiares; muchas veces comportará navegar a contracorriente y enfrentarnos a la oposición de muchos. Es en esos momentos cuando hay que estar dispuesto a dejarlo todo por la vocación. Es entonces cuando debemos recordar que, en el origen de todo está Dios. Él ha querido nuestra existencia y nos ha regalado todo cuanto tenemos: vivir, respirar, los padres, el esposo o la esposa, los hijos, la familia, el trabajo, los bienes que disfrutamos… Todo cuanto tenemos es suyo. Ignorar a Dios es la gran tragedia del ser humano.

Jesús no quiere que rompamos con nadie; su único deseo es que seamos capaces de amarle mucho.

El mayor obstáculo: uno mismo

Pero a menudo puede suceder que el mayor obstáculo a superar seamos nosotros mismos. “Negarse a sí mismo” alude al mayor de todos los impedimentos: el ego. Las personas tendemos a aferrarnos a nuestro concepto de la realidad, a nuestros criterios, nuestro modo de hacer y de pensar. Somos duros y reticentes a cambiar. Nos centramos en nosotros mismos y pretendemos que la realidad se adapte a nosotros o que el mundo gire a nuestro alrededor.

Negarse a sí mismo significa volcarse en los demás, especialmente en los más pobres, necesitados de nuestro amor. Si no lo hacemos así, corremos el riesgo de caer en el narcisismo. Negarse a sí mismo se traduce por ocuparse de los otros, por diezmar una parte de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestros afanes, para la causa del Reino de Dios.

Repensemos nuestra vida con Dios. Es posible que el mayor obstáculo sea yo. Este es el bache más difícil a superar, el mayor muro: vivir centrado en uno mismo.

La sabiduría del corazón

Sigue hablando Jesús con la parábola del hombre que calcula bien antes de echar los cimientos de su torre. Calculemos bien. Es ahí donde entra en juego la inteligencia del corazón. Esa inteligencia no es mero saber abstracto, ni erudición, sino sabiduría. Es la inteligencia del amor que nos permite descubrir la voluntad de Dios. ¿Cómo alcanzar esta sabiduría?

Los niños, con su innata sabiduría natural, nos muestran una maravillosa capacidad para captar las verdades espirituales. El niño intuye esa realidad trascendental que le rodea. Luego, si no recibe la educación adecuada, tal vez su entorno y la sociedad lo despistarán y adormecerán su sensibilidad religiosa. Pero, si ésta se cultiva, crecerá y enriquecerá su vida. Los niños que dan sus primeros pasos en la fe son, en muchos aspectos, auténticos maestros.

La verdadera sabiduría consiste en abrirse a Dios y dejarse llenar por su amor. Del intelecto pasamos a la experiencia. Del puro raciocino llegamos a la vivencia palpable. Los cristianos estamos llamados a ser excelentes, no en estudios, teología, filosofía o conocimientos científicos. El día en que muramos, no nos examinarán de nuestras capacidades intelectuales, sino de nuestra apertura a Dios. Nuestra aspiración es obtener un “diez” en el amor, en el servicio, en la generosidad, en la entrega a los demás.

1 comentario:

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Que la familia no sea un obstáculo para la fe, como no lo fue para Abraham. Este precepto resulta afrentoso para el pueblo judío, que proclama el respeto a los padres entre sus mandamientos más sagrados; o para los gentiles, que divinizan a sus manes. Pero es la esencia de la fidelidad la que determina tan radical proceder: despreciar las ataduras de la carne, las añoranzas mundanas.