Jn 1, 29-34
El cordero, símbolo de una entrega
Juan reconoce que Jesús es el Hijo de Dios. También él esperaba al Mesías; preparaba al pueblo, pero no sabía quién sería el elegido. Aunque conocía a Jesús como primo, ignoraba su dimensión trascendente, su relación con Dios. Por eso dice dos veces, “no lo conocía”, en un sentido espiritual de la palabra.
Después del Jordán, Jesús inicia su ministerio público siendo consciente de que cumplir la voluntad de Dios será un itinerario que pasará por entregar su vida. El que quita el pecado del mundo es el que derramará su sangre, el que se entregará por amor, hasta dar la vida por rescate de todos. Este es el sentido de la palabra cordero. Jesús mismo se entregará como víctima, de la misma manera que en la antigüedad los corderos eran sacrificados para aplacar la ira divina. Pero, esta vez, su entrega será libre y voluntaria, unida a la voluntad de Dios.
Juan, el hombre despierto
La humildad de Juan: saber apartarse
Es hermoso constatar la humildad de Juan Bautista. Cuando señala a sus discípulos, “Este es el cordero de Dios”, está cediendo paso a Jesús. Se retira, y deja que Jesús culmine el proyecto de Dios. Juan ha realizado una tarea pedagógica de preparación a la esperanza, y ahora Jesús toma el relevo y convierte la esperanza en alegría y en amor. Por eso Juan, humildemente, se reconoce poca cosa ante él. Asume que su labor educativa ante el pueblo de Israel ha acabado y que Jesús tomará el testigo.
Hoy, en nuestras eucaristías, a vista de pájaro, vemos que hay muy poca gente joven. Los sacerdotes han de confiar en ellos. Hemos de dejar que la gente joven ascienda, que crezcan en su potencia intelectual, espiritual, de generosidad y de amor. Juan lo hizo. Él se apartó para que Jesús tomara el relevo.
Dar testimonio, prueba de valor
Los cristianos de hoy, ¿damos testimonio, en un mundo en el que nada parece favorecernos? ¿Somos lo bastante valientes? En una sociedad fría quizás no apetece mucho hablar de Dios y testimoniar lo que somos. Sin embargo, esto es muy importante. Si decimos que somos cristianos, si participamos del don eucarístico y recibimos la gracia de los sacramentos; si rezamos y decimos que creemos en Dios, ¿cómo vivimos todo esto de puertas afuera? No puede haber un divorcio entre lo que decimos que somos y lo que manifestamos afuera. ¿Nos es un problema testificar, decir quiénes somos? ¿Damos testimonio de ser cristianos? ¿Reconocemos que estamos aquí porque nos vincula algo trascendente? ¿Creemos realmente que Cristo resucitado está presente en medio del mundo, en medio de la sociedad, en medio de nuestra comunidad? ¿Creemos de verdad que Jesús nos ha cambiado la vida y que, a partir de ahora, todo cuanto hagamos configurará nuestra existencia con la existencia de Jesús?
La exigencia del Cristianismo
Hoy día, vemos cómo crecen las religiones de moda y otras grandes creencias, como el Budismo o el Islam. En cambio, en la Iglesia, parece que cada vez quedamos menos. En Occidente, somos una minoría que decrece. Creo que una de las razones es que ser cristiano es exigente. Seguir una religión a la medida de uno mismo, o crearse la imagen de un Dios que nos permite lo que queremos, es fácil. Muchas seudo religiones nos invitan a fabricar un Dios a nuestra manera. No estamos siguiendo al Dios de Jesús de Nazaret; estamos fabricando nuestra propia concepción de Dios. Y todo cuanto signifique adaptar las exigencias de un Dios que nos va bien, finalmente, rebaja la calidad espiritual de la vocación y del seguimiento a Jesús. No es fácil, por eso somos poquitos. No porque digan que la Iglesia está metida en política, o por otros motivos.
Somos pocos, entre otras cosas, porque en el fondo nos cuesta identificarnos con Cristo. Venir a misa nos ayuda, y la oración nos fortalece. Pero no puede haber una disociación entre fe y vida pública, entre fe y relaciones civiles. No podemos separar nuestra creencia entre nuestro ámbito laboral y social. Si se produce esta separación, la frialdad religiosa y al alejamiento crecen y nos acaba invadiendo la apatía.
Entiendo que hoy la sociedad y la cultura nos ofrecen sistemas de creencias muy diferentes, y hemos de respetar mucho las opciones personales de cada cual; nadie es mejor que nadie. Que nadie crea que el marxismo o el budismo son mejores que el cristianismo, o al revés. Hemos de ser personas encarnadas en nuestra cultura, allá donde estamos, en nuestro lugar. No es lo mismo vivir en Sudamérica, que en esta Europa fría. Ahora, más que nunca, los cristianos necesitamos despertar, levantarnos y entusiasmarnos, empujándonos unos a otros para construir nuestro futuro. De lo contrario, ¿qué será de la Iglesia? ¿Qué será de nuestra fe, dentro de treinta o cuarenta años? ¿Habremos pasado el relevo a nuestros hijos y nietos? ¿Qué sucederá con los futuros políticos que no crean?
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