2011-02-04

Ser sal, ser luz

5 domingo tiempo ordinario –A–

Las tres lecturas de este domingo, la de Isaías, el salmo 111 y el evangelio de Mateo, nos hablan de ser luz. La luz es una de las imágenes más potentes de la presencia de Dios en el mundo.
Isaías concreta con mucha claridad qué significa ser luz: la persona que comparte su pan, la que socorre a los pobres, la que no se cierra en sí misma, es la que verá “romper su luz como la aurora”. La generosidad, la apertura de corazón, no sólo causan un bien a los demás, sino al que da. Esta experiencia la viven muchas personas que saben del gozo de dar. Especialmente los misioneros y aquellos que viven entregados a los enfermos, a los más pobres, a quienes más necesitan, saben que su labor caritativa los llena de un amor y de un gozo mucho más grande que el que ellos mismos pueden dar.
A quienes claman al cielo rogando que venga Dios a resolver los problemas del mundo, bien se les podrían leer estas líneas. Comprenderían así que Dios está presente y actúa por medio de aquellas personas que, abriendo su espíritu, se lanzan a vivir por y para los demás.
El salmo corrobora esta realidad. El justo brillará en las tinieblas, jamás vacilará, no sucumbirá al miedo ni a la angustia. Ante tantas personas que viven deprimidas y no encuentran sentido a su vida, ¡cuán necesario es que alguien les muestre que lo hallarán el día que dejen de pensar en sí mismas y busquen el bien de quienes les rodean!
Jesús, en el evangelio, recoge esta verdad que abunda en el Antiguo Testamento: la del hombre justo, generoso y amigo de Dios, cuyo recorrido por la tierra va dejando un rastro de luz y de vida. Pero Jesús no se queda aquí y va más lejos. Nos advierte de dos cosas. La primera, nos alerta para que no nos enorgullezcamos pensando que nosotros somos fuente de luz y de sabor. No, la luz no es nuestra, sino que viene de Dios. Nosotros la transmitimos, como candela encendida, Él prende el fuego, nosotros lo alimentamos. La segunda, es que esa luz puede esconderse. También la sal, que da sabor a las cosas, puede volverse sosa. Recibir esa luz comporta una exigencia, ¡no la dejemos apagar! O no la escondamos, conservándola solo para nosotros.  La luz se alimenta con nuestro trabajo diario, que completa el don de Dios. Y se muestra con nuestra generosidad, compartiendo lo que hemos recibido y anunciándolo. No sofoquemos la voz de Dios cuando quiere hablar a través de nosotros.
Humildad y generosidad podrían resumir nuestra actitud ante el don de Dios. Humildad para no creernos que somos nosotros los artífices de cuanto hacemos bien. Y generosidad para ser valientes y anunciar sin reservas ni temor aquello que se nos ha dado.
De esta manera, como dice Jesús, “alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”.

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