Vinieron [...] y hallaron a María y a José, y al niño reclinado en el pesebre. Y, habiéndole visto, manifestaron cuanto se les había dicho acerca del niño, y todos cuantos supieron el suceso se maravillaron igualmente […] María conservaba estas cosas dentro de sí, meditándolas en su corazón.
Lc. 2, 16-21
Lc. 2, 16-21
Ante el anuncio del ángel, los pastores acuden aprisa. Esos buenos hombres y mujeres corren, emocionados, pues ansían ver y contemplar al Niño Dios. Ante la sencillez del pesebre, quedan maravillados. En ese niño, ven culminadas todas sus esperanzas. Desde ese momento, los pastores se convierten también en anunciadores, como el ángel. Impactados, hablan del maravilloso encuentro. Sus palabras desprenden alegría. Podríamos decir que la alegría cristiana brota del gran acontecimiento de la encarnación, anunciada por unos sencillos pastores.
María, meditativa, saborea en su corazón la preciosa hazaña de un Dios que, en su hijo Jesús, se hace hombre por amor.
Ángeles portadores de una buena nueva
En esta octava de Navidad celebramos la fiesta de Santa María, madre de Dios. Para reflexionar sobre ella, la liturgia nos propone una hermosa y sugestiva lectura que encierra un enorme simbolismo. Por un lado, encontramos la figura de los pastores, que se apresuran, dejando sus rebaños, para ver al niño Dios, recostado en el pesebre junto a María, su madre, y José. La noticia del ángel los impacta profundamente y, llenos de entusiasmo, corren sin detenerse, admirados ante el acontecimiento: ha nacido el Mesías, el Señor.
Estos pastores expectantes representan a esa porción del pueblo de Israel, ese “pequeño resto” del que hablaron los profetas Isaías y Jeremías: la gente sencilla y esperanzada que ve cumplidas las promesas del Antiguo Testamento. La venida del Mesías se ha hecho realidad.
Hoy, esos pastores somos los creyentes. Cuántas veces, en nuestra vida, nos encontramos con personas buenas que se convierten en ángeles para nosotros. En la oscuridad de nuestra existencia, mientras avanzamos, quizás cansados y abatidos, esos ángeles nos traen buenas nuevas. Son rayos de luz que nos inundan y nos empujan a salir corriendo, abandonando nuestro ensimismamiento, para maravillarnos ante las grandezas de Dios. La experiencia de su encuentro nos llena de alegría. En la penumbra de nuestra vida brilla la luz: Dios entra en la humanidad. Hemos de alabarle por tanto don. Después de su irrupción, nunca más caminaremos en tinieblas.
El silencio de María
María no corre. Permanece allí, admirando el misterio de su hijo. La que dijo sí a Dios, sin dudar, ahora contempla la maravilla que su Creador ha hecho en ella: ha engendrado al Salvador. Dios ha surcado su corazón. Atenta a las palabras de los pastores, guarda en su interior las alabanzas. Silenciosa y humilde, resplandece en el hermoso cuadro del nacimiento.
Santa María del Silencio: esta es una advocación mariana que deberíamos interiorizar. Su palabra más honda fue un simple sí. Ahora, en esa noche estrellada en la que nace su hijo, un denso silencio, cargado de gozo, la envuelve.
Cuánto hemos de aprender de María : su disponibilidad, su sencillez, su silencio, su entrega, su capacidad de meditar, su amor. Dios no puede entrar en nuestras vidas si no nos detenemos, si no estamos atentos, si no reflexionamos “guardando las cosas en nuestro corazón”; si no decimos “sí”, como María.
María es madre de Dios y madre de la Iglesia. Por tanto, es madre nuestra. Es nuestro modelo y ejemplo. Dios nos quiere fecundos como ella. Nos quiere disponibles y valientes, abiertos a su llamada. Si le respondemos, él hará que la luz de Cristo ilumine siempre nuestro corazón.
1 comentario:
Gracias por este comentario tan provechoso y feliz año 2012!
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