2013-08-02

La verdadera riqueza


18º Domingo del Tiempo Ordinario

… Estad alerta y guardaos de toda avaricia: que no depende la vida del hombre de la abundancia de los bienes que posee.” Lc 12, 13-21 

Un mundo lleno de vacío 

“Vaciedad de vaciedades”, dice el texto del Eclesiastés este domingo. “Todo es vaciedad”. En nuestro mundo moderno, tan abundante y lleno, saturado de bienes, de palabras, de tecnología, también existe esa vaciedad. Podemos percibirla en la enorme carencia de valores que sufren tantas personas. Viven desorientadas y vacías, faltas de referencias morales, perdidas y sin norte. 

La parábola del evangelio de hoy nos muestra al hombre próspero que planifica su futuro. Inmerso en abundancia, decide echarse a vivir plácidamente de sus rentas. Ciertamente, cada cual tiene derecho a vivir con prosperidad y a administrar su patrimonio. Todos tenemos derecho a una vida digna e incluso al disfrute y al placer, sanamente entendido. Pero Jesús nos recuerda que no podemos centrar nuestra vida en el dinero y en los bienes materiales, olvidando a los demás. No podemos dedicar nuestra vida exclusivamente al dios dinero, al dios sexo o al dios poder. Cuando lo hacemos así, nuestra vida, paradójicamente, se llena de vacío. Nos volcamos en el sinsentido y nunca tenemos bastante, siempre necesitamos más, porque esas riquezas nunca podrán llenarnos.

Vivir bien es totalmente lícito. Pero, ¿basta sólo con tener las necesidades materiales cubiertas? El afán de poseer y dejarse poseer por Dios Tener más que otros no va a garantizarnos nuestra vida en el cielo. Esta filosofía mercantilista ha contaminado incluso nuestra fe. Pensamos que, por hacer muchas cosas, por trabajar duramente y acumular méritos, vamos a ganar el cielo, como si la vida eterna fuera una paga a nuestro esfuerzo interesado. Hemos de trabajar por las cosas del reino de Dios. Pero el culto al trabajo y al dinero no nos dará el cielo. 

Otra actitud, contraria a ésta, es todavía más común. Solemos decir: “la vida son cuatro días, ¡hay que pasarlo bien!” Este tópico nos puede llevar a la dejadez y al egoísmo. Vivir bien significa vivir amando. La buena vida consiste en amar a Dios y a los demás. Todas las cosas de este mundo son caducas pero, no obstante, nos aferramos a ellas. Nos aferramos a las relaciones, a la familia, al dinero, a nuestras posesiones... Nos obsesionamos por poseer bienes efímeros y, en cambio, no nos dejamos poseer por Dios. Y él nos ama. Somos su tesoro. Él es quien hace eterna nuestra vida. 

La mayor riqueza es gratuita 

Muchas personas viven centradas en sí mismas, encerradas en su ego. Su tesoro son ellas mismas, girando alrededor de su narcisismo. Esa es una enorme pobreza. Cuando intentamos amar y esto no cambia nuestra vida, es señal de que algo no hacemos bien. Y tal vez es porque no hemos abierto nuestro corazón y seguimos dando vueltas alrededor de nuestro ego, buscando nuestro tesoro dentro de nosotros mismos. Hay una riqueza que se hincha, que se convierte en vanagloria y se alimenta de sí misma. Muchas veces, esta riqueza –ya sea dinero, propiedades, etc., también nos genera problemas, como al hombre del evangelio, en litigio con su hermano por una herencia. En cambio, hay otra riqueza, que viene de Dios, que nos llega a través de la Iglesia y que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos. 

¿En qué medida nuestra vida es rica de Dios? Todo lo que poseemos nos lo ha dado Dios. Creemos tener muchas cosas ganadas por nuestro esfuerzo y nuestros logros. Pero ¡hasta el aire que respiramos nos lo da Dios! Él nos regala la vida, y con ella, todo cuanto hemos obtenido. No somos conscientes de esos dones porque no nos han costado dinero ni hemos tenido que esforzarnos por adquirirlos. Pero su valor es incalculable. ¿Cuánto vale despertarse con la luz del sol? ¿Cuál es el valor de respirar, de contemplar el cielo, de ver la sonrisa en el rostro de un niño o en las arrugas de un anciano? 

Dios nos da la existencia, los padres, los hijos, los amigos... También nos da las fuerzas, la capacidad de trabajar y el dinero que obtenemos, fruto de nuestro afán. Cada día nos regala cosas inmerecidas. Pero la mayor riqueza es el mismo Dios. El nos ama y confía en nosotros, tanto, que incluso nos pide algún gesto de amor. 

Dar nos enriquece 

Nosotros también podemos corresponder a su regalo haciendo cosas por los demás. Seamos ricos para Dios. Podemos dar mucho amor cada día. Nos enriquecerá venir a la eucaristía, recibir los sacramentos, entregarnos a los demás. Dar nuestra vida es el don más espléndido que podemos hacer. Nuestro tiempo es una gran riqueza. A menudo no tenemos tiempo para Dios ni para los demás. Nos faltan horas para ser solidarios, para hacer un voluntariado, para visitar la casa de Dios y dejarnos acunar en sus brazos... El siempre nos espera, en su templo, y en el corazón de las personas. Dediquemos tiempo a Dios y a quienes nos rodean. Esta es nuestra verdadera riqueza, el tesoro que se acumulará en el cielo.

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