2013-08-31

Llamados a la humildad



22º Domingo del Tiempo Ordinario

Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Lc 14, 1-7.14

El banquete de los fariseos

Jesús nos propone en esta lectura una actitud fundamental en la vida cristiana: la humildad. Aprovecha el contexto de un banquete al que es invitado para asentar criterios.

En ese banquete, Jesús observa a los fariseos. Entre los hombres de esa clase social, muchos pugnan por los primeros puestos, por la preeminencia y la notoriedad. Hoy hablamos del afán por querer salir en la foto.
Hemos de huir de la vanagloria. El único que posee gloria es Jesús, y renunció a ella. Esto supone un cambio de mentalidad, en contra de las corrientes de nuestra cultura.

¿Qué significa la humildad evangélica?

Dios, el primer humilde


Dios nos da ejemplo el primero. A través de la encarnación nos va revelando su pequeñez y su sencillez. Asume la condición humana y su fragilidad. Un niño en un pesebre es la imagen más bella de este Dios humilde.

Dios no premia al que se libra a una carrera trepidante por afán de brillar, ya sea intelectualmente, económicamente o de otros modos. Dios, en cambio, enaltece al humilde. Jesús fue el primero. Obediente al Padre, fue dócil y aceptó pasar por todas las humillaciones posibles. Y Dios lo encumbró, resucitándolo después de su muerte.

Ser humilde significa replantearse muchas cosas. Supone renunciar a ser infalibles, a querer tener siempre la razón, a discutir o pelear por imponer nuestra verdad, salvaguardando nuestro orgullo. Es muy difícil aceptar que el otro no piensa igual que nosotros y que podemos equivocarnos, que nuestra percepción de las cosas no es siempre certera. Dios es el único que jamás se equivoca. Pero nosotros, desde el momento en que nos levantamos y damos el primer paso, nos equivocamos una y otra vez. Somos así, y pensar que no podemos fallar es petulancia y vanidad.

Ser últimos


El mundo se ve agitado por una pugna feroz: todos quieren ser primeros en todos los ámbitos: en el político, el religioso, el social, el cultural… Nos gusta posicionarnos, ser protagonistas de la historia, ser el centro. Para decirlo en una expresión coloquial, nos miramos demasiado el ombligo, pretendemos que el mundo gire a nuestro alrededor. Pero más allá de nosotros existe una realidad muy rica y diferente, ni más ni menos importante que la nuestra, ante la que no podemos cerrar los ojos.

El humilde vive en paz. No busca competir con nadie ni pasar por delante de los demás. La dinámica de la humildad es pacífica. Entraña aceptación, calma y sosiego.

Este evangelio de hoy es una llamada a echar el freno en esa carrera desenfrenada hacia poseer más, dominar más, ser más que nadie, con un orgullo sin límites. Sólo los últimos son felices, libres de la competitividad, del afán de figurar y de la vanagloria. Tan sólo en una cosa hemos de afanarnos: en correr para ayudar y atender a quienes nos necesitan, a los más pobres y olvidados. Únicamente en esto hemos de apresurarnos para ser primeros. En cambio, a la hora de buscar poder, reconocimiento, prestigio y honor… en esto, seamos últimos.

Nuestro lugar es servir


Renunciar a competir nos evitará mucho sufrimiento. El desgaste anímico y espiritual de querer mantenerse siempre en el primer puesto es enorme. Ese esfuerzo nos aleja de Dios y de la realidad que nos envuelve. Nuestro lugar es para servir. Si alguien nos coloca en un puesto de responsabilidad es porque cree en nosotros y confía que estamos capacitados para prestar un servicio a los demás.

La imagen del banquete, en los evangelios, ha de leerse como un símbolo de la eucaristía. A este banquete están especialmente invitados los más pobres, los alejados, los que sufren. Esos cojos, ciegos y lisiados de los que habla Jesús son, en realidad, los humildes, los que no poseen nada ni pueden presumir de mérito alguno, en su pequeñez. Los humildes sintonizan con el corazón de Dios de un modo especial. Y nosotros, hijos de Dios creados a imagen suya, somos transmisores de su humildad. Ser humilde, en clave cristiana, no es otra cosa que ser una persona abierta a Dios. Ser humilde es poner el corazón en Dios, y no en el dinero, el prestigio o el conocimiento intelectual. Los humildes sólo cuentan con su bondad, su sencillez y su gratitud. Pero tienen el mayor tesoro: el amor de Dios.


Ojalá los cristianos vivamos con la sensibilidad despierta y tengamos nuestras puertas abiertas a quienes más sufren. Dichosos los humildes, dice la bienaventuranza, porque ellos verán a Dios. Lo verán en el rostro de tantas y tantas personas sencillas, necesitadas, carentes de ayuda y afecto. En ellos, cuando sepamos acogerlos, veremos a Dios.  

No hay comentarios: