2016-06-09

Tus pecados te son perdonados

11º domingo ordinario  - C
2 Samuel, 12, 7-13
Salmo 31
Gálatas 2, 16-21
Lucas 7, 36 - 8, 3


Las lecturas de hoy abordan un tema muy polémico en la historia de las religiones: el pecado. Para algunos se convierte en una obsesión que genera escrúpulos, ¡todo es pecado! Para otros, la Iglesia ha utilizado el pecado para oprimir a la gente: no existe el pecado, en realidad. Es un invento para manipular y someter las conciencias.

Pero la realidad escapa a los esquemas, tanto los estrechos como los anchos. Todos llevamos un radar en el alma que sabe detectar qué está bien y qué está mal: la conciencia. La podemos tener más o menos despierta, pero está ahí y nos avisa. Pecado es todo lo que nos hiere y daña nuestras relaciones: con nosotros mismos, con los demás, con Dios.

Un pecado se puede explicar, disculpar, resarcir… Pero ¿quién puede perdonarlo? ¿Quién puede borrar, olvidar, dar paz y limpieza interior para decir: empiezo de nuevo, borrón y cuenta nueva? Sólo Dios puede perdonar totalmente. Y nosotros, a imagen de él, podemos perdonarnos unos a otros las ofensas. Pero cuando hemos hecho algo mal, deliberadamente, necesitamos el perdón de Dios. Porque Dios no es un juez inicuo, sino nuestro abogado. Nos da el perdón de forma incondicional. Leemos en la primera lectura sobre el adulterio de David. ¿Qué le pide Dios para perdonarlo? ¡Nada! Ni le multa ni le castiga, le basta que David se arrepienta de corazón y llore su culpa. El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás. El perdón de Dios no es un juicio inquisidor, sino una amnistía sin condiciones. El perdón de Dios libera.

San Pablo así lo siente. Las leyes están bien, pero al final sólo sirven para acusar y condenar. Nadie es perfecto y nadie puede cumplir todos los mandatos sin fallar. El perfeccionismo moral, sin ayuda de Dios, es imposible y lleva a la neurosis y a la arrogancia. Pero la gracia de Dios ¡es gratuita! Dios ama porque sí, porque quiere, no puede dejar de hacerlo. Este fue el gran descubrimiento de Pablo. No necesitaba ganar méritos para salvarse: le bastaba abrirse al amor de Dios.

Este amor salva, libera, limpia toda culpa, todo error, todo fracaso. Es el amor que Jesús explica a los fariseos, cuando se escandalizan porque una mujer pecadora le lava los pies con perfume, ungiéndolo con devoción. Quien ama mucho deja que fluya en su alma el amor de Dios. ¿La mejor penitencia? ¡Amar! ¿El mejor sacrificio? ¡Un acto de amor! Quizás las mujeres que seguían a Jesús, por estar excluidas y marginadas por la ley, lo entendieron mejor que nadie. Por eso, nos dice Lucas, lo seguían, lo servían con sus bienes y estuvieron a su lado hasta el último momento, sin fallar. Fieles a su amigo. Fieles a su amor. 

Descarga aquí la homilía en pdf.

No hay comentarios: