2017-06-29

Quien os recibe, me recibe a mí

13º Domingo Ordinario - A


2 Reyes 4, 8-16
Salmo 88
Romanos 6, 3-11
Mateo 10, 37-42

El evangelio de hoy siempre suena muy fuerte. Quien prefiera a sus padres o sus hijos, antes que a mí, no puede seguirme, dice Jesús. ¿Cómo podemos explicar estas palabras tan duras? Como siempre, no podemos sacar una frase del evangelio fuera de contexto. Hay que entender esta frase de Jesús situándola en toda su vida y su mensaje, e incluso enmarcándola en el contenido de la Biblia entera, que insiste en la importancia del amor a los padres y a la familia.

Poner la familia en su lugar


Jesús nunca nos pedirá abandonar ni descuidar nuestras obligaciones familiares. Pero sí está diciendo que renunciemos al egoísmo familiar, a la cerrazón del clan que sólo vive para sí mismo y busca su beneficio al margen del resto del mundo. Hay mucha endogamia en nuestras familias y comunidades, incluso en las parroquias y en los movimientos religiosos. Y esta no es la vocación cristiana. Hay que amar y procurar el bien de los seres queridos y los más allegados, pero si queremos ser verdaderos seguidores de Jesús, lo primero en nuestra vida ha de ser él. El primer mandamiento es el amor a Dios, siempre.

Cristo, en el centro


Cristo en el centro de nuestra vida lo cambia todo. Él nos ayuda a centrar todo lo demás. Con Jesús, aprendemos a situar nuestras relaciones con padres, hermanos, hijos, esposos y esposas. Y lo hermoso es que, con él, aprendemos a amarlos de verdad. Pero con una libertad que no nos impide seguir nuestra propia vocación. Aprendemos a amar sin posesividad, sin control, sin afán de protagonismo. Muchas veces amamos sin mesura, pero en el centro de ese amor siempre estamos nosotros. Y el amor que propone Jesús es totalmente desinteresado y desprendido. Es un amor que no pide cuentas ni busca recompensas. Un amor que no siempre será comprendido ni correspondido por los demás. Pero Dios sí lo recogerá, y no dejará de premiarlo.

Renacer a una vida nueva


Cuando Dios llama, su amor es arrebatador y más fuerte que todo, incluso más que los vínculos familiares. Porque, ¿quién es más íntimo para nosotros que el mismo Dios, que nos habita y nos insufla la vida? Como decía san Agustín, Dios es más íntimo que mi intimidad profunda. Por eso su amor transforma, renueva y recoloca nuestra vida y nuestras relaciones. Como dice san Pablo en la segunda lectura, nos hace renacer a una vida nueva. Ser bautizados significa convertirnos en hijos, profetas y misioneros de Dios. Todos lo somos, nadie está exento. La llamada no es sólo para los curas y los religiosos. Cualquier laico o laica puede evangelizar, desde su hogar, su trabajo, su familia. Somos cristianos las 24 horas del día.

Decir sí a Jesús significa renunciar a muchas ataduras, y también a cargar con nuestra cruz: es decir, aceptar lo que somos, nuestra historia y nuestros condicionantes, nuestros límites y nuestros problemas… Pero con él, la carga siempre es más ligera y se lleva con alegría.

Cómo recuperar la fecundidad pastoral


¿Y qué sucede a quienes acogen al profeta, al misionero, al apóstol? Quien os recibe, me recibe a mí, dice Jesús. La misma vida que renueva al vocacionado se transmite a quienes lo reciben y le ayudan. Como la viuda que acogió al profeta Eliseo, que era estéril y fue premiada con un hijo a una edad madura. Este episodio nos puede hacer reflexionar. A veces nuestras vidas parecen estériles. Nuestras mismas parroquias parecen medio muertas, carentes de vitalidad. Las comunidades se estancan y envejecen. ¿Acaso van a desaparecer en unas pocas décadas? ¿Cómo podemos recuperar la fecundidad? Recibiendo al apóstol. Abriéndonos a la palabra de Dios. Acogiendo al sacerdote, misionero o pastor que nos propone abrir los ojos y el alma y renacer de nuevo. Escuchemos a nuestros sacerdotes, y a todos aquellos que vengan a sacudir un poco, con el viento del Espíritu, nuestras anquilosadas comunidades. No nos cerremos y dejemos que ese Espíritu Santo, que viene como quiere y a través de quien quiere, nos toque y nos despierte. Seamos parroquias abiertas, acogedoras, hospitalarias, y volveremos a vivir el gozo de ser fecundos.

El futuro de la Iglesia pasa por abrirnos y recuperar nuestra vocación inicial, la de todo bautizado: vivir unidos a Cristo y ser misioneros. ¿Cómo? Digamos sí, y él nos mostrará el camino. Cuando Dios llama, también acompaña.

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