2018-04-13

Guardar su palabra, estar en su amor

3r Domingo de Pascua - B

Hechos 3, 13-19
Salmo 4
Juan 2, 1-5
Lucas 24, 35-48


Las lecturas de hoy siguen explicándonos esos momentos sorprendentes e inolvidables que cambiaron para siempre la vida de los apóstoles: los encuentros con Jesús resucitado.

Sólo después de la resurrección los amigos de Jesús empezaron a comprender muchas cosas. Lo primero que tuvieron claro es que Jesús no sólo era el enviado de Dios, sino el mismo hijo de Dios, de naturaleza divina. Pedro lo llama “el autor de la vida”. ¿Quién puede dar la vida, sino Dios? Y, siendo la fuente de la vida misma, por amor a nosotros, Dios fue capaz de dejarse matar. ¡Cuánta crueldad e ignorancia en los hombres!

Pero todo el mal del mundo no es capaz de ahogar el amor de Dios. La resurrección es la prueba. No sólo vence la muerte y el mal, sino que nos rescata de él. Es lo que san Juan explica en su carta, que seguimos leyendo hoy. Intentemos saborear y penetrar en su sentido, frase por frase.

«Si alguno peca, tenemos a uno que aboga ante el Padre: Jesucristo, el Justo.» En el tribunal de Dios, él mismo será nuestro abogado. ¿Podemos tener mejor defensa? El Padre se rinde ante el amor del Hijo y no puede hacer otra cosa que perdonar y amar. ¿Somos conscientes de cuánto nos ama Dios? Humanamente hablando, sólo podemos comparar su amor con el de una madre, incapaz de condenar a ninguno de sus hijos, por muchos males que cometa. Una madre siempre perdona y acoge… Dios también.

«Él es víctima por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero.» Esta frase hay que entenderla bien. ¿Qué quiere decir víctima? Que Jesús acepta pasar por todo el sufrimiento del mundo, padecer todo lo que soportan las víctimas del mal, de la guerra, de la injusticia, del odio… Pasó por ello, y lo ofreció al Padre. Y Dios siempre transforma las ofrendas. Como fuego purificador, convierte lo malo en camino de salvación, y transforma la muerte en vida. Sólo él puede hacerlo, y lo hace, para que todos podamos iniciar una vida renovada. No hay pecado que no pueda ser perdonado.

Es importante señalar que Jesús lo hace por todos, sin excepción. No hay un grupo selecto ni un pueblo escogido: su deseo es llegar a todos. De ahí que la misión de la Iglesia sea tan importante. Tenemos una tarea que emprender: comunicar el amor de Dios y que el mensaje liberador de Jesús llegue a todos los rincones del mundo. Los doce apóstoles así lo entendieron, y dieron su vida por ella.

«En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: Yo lo conozco, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso…» Este aviso de Juan sirve para evitar posturas muy piadosas y místicas, pero poco efectivas. No basta con creer y rezar, ¡hay que demostrar ese amor con obras! La palabra de Dios no es viento, está encarnada y se llena de sentido cuando se convierte en experiencia y vida. Juan apela a nuestra coherencia: lo que creemos se ha de traducir en nuestra vida diaria, en cada gesto, en nuestra forma de hacer. Entonces será cuando «el amor de Dios ha llegado a su plenitud» en nosotros.

Aquí puedes descargar la homilía en versión para imprimir.

No hay comentarios: