2018-04-20

Somos hijos de Dios

4º Domingo de Pascua - B

Hechos 4, 8-12
Salmo 117
1 Juan 3, 1-12
Juan 10, 11-18

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En las lecturas de este domingo encontramos tres imágenes poderosas de Jesús: la piedra angular, el buen pastor y el hijo del Padre.

En la primera, san Pedro recoge una metáfora del antiguo testamento, muy conocida por los judíos: la piedra desechada por los arquitectos que pasa a convertirse en piedra angular del edificio. Se refiere al profeta rechazado, despreciado por los jefes del pueblo y condenado a la tortura y a la muerte. Con el paso del tiempo, su mensaje perdura y da vida a las gentes. Así le sucedió a Jesús: condenado por las autoridades, muerto en cruz, parecía que su vida había terminado en un fracaso. Pero Dios lo resucitó y ahora, vivo, infunde a todos los que creen en él una vida nueva. 

Pedro termina con una frase rotunda que puede producirnos cierta cautela: «ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos». ¿Es posible que Jesús sea el único que puede salvar? ¿Y qué ocurre con las personas que no creen, o que practican otras religiones o formas de espiritualidad? ¿No resulta un poco cerrada esta afirmación? Hay que entender el momento y el lugar en que Pedro la pronuncia. Pedro no habla movido por un fundamentalismo religioso, sino por el entusiasmo de saberse amado y salvado por Jesús. Ha experimentado su amistad, lo ha visto resucitado y sabe que esta vida eterna, que sólo puede venir de Dios, nos es ofrecida por medio de Jesús a todos los seres humanos. ¿Quién sino el autor de la vida puede ofrecernos la vida en plenitud?

En el evangelio Jesús retoma otra imagen muy querida por los judíos: la del buen pastor que guía y protege a las ovejas. Y se llama a sí mismo «el buen pastor», porque hay otros que no lo son. Su trabajo es un medio de vida y de ganar dinero, no se preocupan de lo que les ocurra a las ovejas y, ante el peligro, las abandonan. ¿Quiénes son estos malos pastores? El mundo está lleno de ellos. Pueden ser líderes espirituales, figuras mediáticas o de autoridad intelectual, incluso personas religiosas, cuyo fin son ellos mismos, y no los demás. Ofrecen mensajes muy halagadores que gustan y atraen, pero no les importa el crecimiento de las personas, sino su ganancia personal, ya sea en fama, economía o prestigio. Cuando los sacerdotes caemos en el “funcionarismo” y nos limitamos a gestionar liturgias y parroquias, sin convertirnos en verdaderos pastores con “olor a oveja”, como dice el papa Francisco, también estamos fallando en nuestra misión.

¿Cómo reconocer a los buenos pastores, al modo de Jesús? Hay dos aspectos clave. Primero, Jesús no actúa solo ni por sí mismo, sino en comunión con el Padre. Segundo, Jesús se entrega, da su vida por las ovejas. Conocemos a muchos “pastores” que parecen excelentes… ¿Cuántos son humildes y cuántos darían su vida por los demás? ¿Cuántos están en comunión, se dejan aconsejar y renuncian al individualismo y al protagonismo? ¿Cuántos buscan el bien de los demás por encima del suyo propio?

San Juan en su brevísimo texto nos da una tercera imagen poderosa de Dios, Padre e Hijo, unidos. Repasemos las frases:

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» Juan se admira y comprende la grandeza de lo que significa ser hijos de Dios. No es una frase simbólica, es una realidad con unas consecuencias enormes. Sabernos y sentirnos hijos de Dios, y no fruto del azar, arrojados a este mundo, cambia toda la vida. Si somos hijos suyos… ¡tenemos mucho de él!

«El mundo no nos conoce porque no le conoció a él.» Juan constata que, del mismo modo que el mundo no conoce a Dios, tampoco nos conoce a nosotros. El mundo antiguo rechazó a Jesús, negando su divinidad. El mundo moderno rechaza a Dios, negando su existencia. De la misma manera, muchos no van a entender nuestra fe cristiana ni van a creer que sea posible una vida resucitada, plena y eterna. ¡Demasiado bueno para ser real! A veces nos cuesta mucho más creer en el bien que en el mal. ¿Nos da miedo aceptar que Dios sea tan, tan inmensamente bueno y generoso con nosotros? ¿Nos da miedo aceptar que nuestra vida es eterna? ¿Nos da miedo acoger el bien y la bondad?

«Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.»

¡Seremos semejantes a Dios! Juan vuelve a una de las primeras afirmaciones del Génesis: Dios nos ha hecho a su imagen. ¿Lo creemos de verdad? ¿Qué significa ser hijos, semejantes a Dios? ¿De qué manera compartiremos su divinidad? No podemos imaginarlo y con nuestra razón tampoco podemos alcanzar a comprenderlo. Pero ¿acaso el enamoramiento tiene una explicación científica? Un acto de heroísmo, ¿es razonable? Nuestros medios son insuficientes para explicar a un Dios tan perdidamente enamorado de nosotros… pero él se manifiesta. Se comunicará con nosotros, no puede dejar de hacerlo. La revelación es justamente esto: nosotros no podemos alcanzar a comprender la grandeza de Dios, pero él nos va comunicando, poco a poco, sus planes, para que podamos acogerlos y sumarnos a ellos. No como siervos o esclavos, sino como co-protagonistas, amigos suyos.

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