2018-11-15

Donde hay perdón no hay ofrenda

33º Domingo Ordinario - B

Daniel, 12, 1-3
Salmo 15
Hebreos 10, 11-18
Marcos 13, 24-32

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La primera lectura de hoy y el evangelio son lecturas sobrecogedoras y a la vez inquietantes. Visiones del fin del mundo y catástrofes que sacuden a la humanidad preceden un futuro en el que resplandecerá la gloria de Dios y «los justos brillarán como estrellas». Estas lecturas pertenecen al género apocalíptico, un género que llama poderosamente la atención, pero que pocas veces se entiende bien.

Solemos quedarnos con la parte más espantosa del mensaje: un final tremendo y un juicio sobre la humanidad. Algunos grupos religiosos se apoyan en estos relatos para infundir pavor y reforzar la adhesión de sus fieles, fomentando en ellos una consciencia de elegidos o salvados si cumplen las normas o preceptos establecidos. El miedo como arma moral y pedagógica no es lo más indicado para el crecimiento espiritual, pero es muy eficaz para influir y dominar a las personas.

Sin embargo, no es esta la intención del libro de Daniel, ni tampoco la de Jesús cuando habla del fin del mundo. Catástrofes naturales y guerras provocadas por el hombre siempre las ha habido: cualquier época podría considerarse cercana al fin del mundo, si lo pensamos despacio. Jesús quiere que sus discípulos aprendan a vivir despiertos, atentos a los signos de los tiempos. Del mismo modo que los labradores miran el campo y el cielo para predecir los cambios climáticos que afectarán a la cosecha, los seguidores de Jesús hemos de estar atentos a lo que ocurre en la sociedad para detectar las necesidades y desafíos que se nos plantean, y para tomar decisiones libres y responsables, y no seguir ciegamente lo que dictan las modas, la costumbre, los medios de comunicación o el gobierno. 

Jesús nos llama a vivir en libertad y en plenitud, como hijos de Dios. Por desgracia, los poderes del mundo no quieren tanto que seamos libres y felices, como que seamos sumisos y buenos consumidores, para extraer todo lo que puedan de nosotros. Por ello se idolatran el individualismo, el confort y toda clase de distracciones y entretenimientos, que las nuevas tecnologías nos ofrecen en abundancia. Jesús nos llama a vivir despiertos, pero el «mundo» nos quiere dormidos e inconscientes.
 
En un mundo donde la sociedad se ve arrastrada por las modas y las ideologías, ser cristiano significa, muchas veces, ir a contracorriente. Y a veces es muy duro, sobre todo si hay hijos que educar. Jesús nos recuerda que todas estas tendencias pasan, y que los cristianos hemos de sostenernos en lo que no pasa nunca. «Cielos y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Jesús es nuestra roca firme, el valor seguro que no caduca ni es vencido por el tiempo. Las alegrías pasan, también pasarán las crisis y los dolores. Al final, lo que perdura es el amor, llama viva de Dios dentro de nosotros. Jesús es la única certeza que tenemos.

Quisiera acabar comentando dos frases de la carta a los hebreos, que leemos en la segunda lectura. Habla del sacerdocio de Cristo, comparándolo con el de los antiguos sacerdotes judíos: «Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a lo que van siendo consagrados. Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados».

Cuando somos conscientes del mal del mundo y de nuestro propio mal, nuestros pecados, tendemos a buscar formas de purgar y compensar por el daño hecho, como una forma de limpiarnos y obtener la salvación. Este es el sentido antiguo del sacrificio: la ofrenda es un gesto destinado a «lavarnos» de la culpa y a quedar sanos y salvos. Los sacrificios ofrecidos por los sacerdotes purgan una y otra vez las culpas, suyas y de los demás.

Pero, como bien observa el apóstol, por muchos sacrificios que ofrezcan, siempre habrá nuevos pecados, nuevas culpas, nuevos males que purgar. Siempre habrá que ir haciendo ofrendas… Es como ir lavando las manchas que inevitablemente se hacen en una ropa blanca. ¡Un nunca acabar! Y esto, lógicamente, mantiene el funcionamiento del templo y de las religiones antiguas. Si no hubiera pecado que lavar, ¡no harían falta ofrendas ni sacrificios!

El apóstol nos revela algo que lava todo mal y toda culpa, de una vez para siempre: sólo Dios puede hacerlo, y lo hace mediante el perdón y la reconciliación. El perdón de Dios es un regalo inmenso porque elimina la necesidad de cualquier ofrenda y sacrificio. Ya no tenemos que ofrecer nada para lavar nuestra culpa, ¡él mismo nos limpia! ¿Cuál es el precio? Jesús en la cruz.

Si fuéramos conscientes del valor que esto tiene para nosotros saltaríamos de alegría. ¡No más culpas, no más ataduras! Jesús, muriendo por nosotros, acabó con eso de una vez y para siempre. Sólo nos falta, por nuestra parte, acoger su perdón y dejarnos liberar por su amor. Somos amados, infinitamente. Es lo único que podrá cambiarnos y convertirnos por dentro, desde lo más hondo del corazón.

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