2018-11-01

Verdadero sacerdocio, verdadero amor

31º Domingo Ordinario - B

Deuteronomio 6, 2-6
Salmo 17
Hebreos, 7, 23-28
Marcos 12, 28-34

(Aquí, la homilía en pdf).

Una frase muy conocida y hermosa resuena en la primera lectura de hoy y en el evangelio. Es el precepto más amado por los judíos: Escucha, Israel, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas… A este precepto se le añade una consecuencia: y al prójimo como a ti mismo.

Moisés lo recuerda al pueblo y pide que graben estas palabras en su memoria para hacerlas realidad cada día. Jesús, conversando con un escriba, las recuerda. Y el escriba saca la conclusión correcta: si lo primero es amar a Dios, y amar a Dios equivale a amar al prójimo… entonces, más que todos los sacrificios y ofrendas, lo importante es amar, a Dios y al prójimo. Jesús le contesta que no está lejos del reino. Ha entendido lo más importante.

En la carta a los hebreos, el apóstol nos habla de la diferencia entre los sacerdotes del Antiguo Testamento y Jesús, el único y auténtico sacerdote de la Nueva Alianza. Los primeros se valían de rituales y sacrificios para expiar sus culpas y las del pueblo. Jesús ya no pide sacrificios a nadie. Se ofrece él mismo, su vida, y ya no tiene sentido seguir sacrificando animales ni quemando ofrendas. Con él todos estamos salvados, él nos abre las puertas del reino a todos… Si no todos quieren entrar, es porque quizás ignoran esta salvación. O les ha sido mal comunicada y la rechazan. Pocas personas entienden que Jesús tuviera que sacrificarse ante Dios. ¿Cómo Dios puede pedir eso a su hijo? Lo entenderemos si leemos el evangelio en clave de amor y de entrega. ¿Qué no hará una madre, un padre, por su hijo? ¿Qué no hará un esposo o una esposa por su amado? Por aquellos a quien amas, darías la vida. Si nosotros, humanos, lo haríamos, ¡cuánto más Dios! Dios ama hasta morir. Literalmente, muere de amor por nosotros. Es así como hemos de entender el “sacrificio” de Jesús. No como un holocausto para aplacar a un Dios iracundo, sino como una entrega total de la vida.

Y así estamos llamados a amar nosotros. No por exigencia u obligación, sino porque en el amar nos va la vida. Amando somos felices, nos completamos, crecemos y alcanzamos nuestra plenitud. ¡Estamos hechos para el amor! Ahora bien, a la hora de cumplir este mandato, amar a Dios y a los hombres, a menudo se nos plantean algunos obstáculos.

Amar a Dios. Para muchos creyentes está claro y es fácil. Dios es bueno, Dios es padre y está ahí… Nos lo da todo, ¿cómo no amarlo? Pero amar al prójimo, que no siempre es bueno, no siempre nos complace y a veces nos importuna o nos ofende, ¡cuesta bastante más!

Para otros, en cambio, cuesta más amar a Dios. ¿Cómo amar a un Dios al que no vemos, al menos físicamente? Jesús lo deja muy claro: amar al prójimo equivale a amar a Dios. No se puede hacer lo uno sin lo otro. Ni a Dios solo, ni al prójimo solo. Porque Dios está en el interior de cada ser humano, y la única manera que tenemos de amarlo, al menos en esta tierra, es a través de los demás, sus hijos.
Ahora bien, a los demás hemos de amarlos como amaríamos a Dios. Sin querer manipularlos, poseerlos o dominarlos. Sin sentirnos superiores a ellos. Sin ataduras emocionales, pero sí con un compromiso fiel. De la misma manera, a Dios podemos amarlo con la ternura y la pasión que prodigamos hacia nuestros seres más amados.

Para las personas no creyentes o de otras religiones, este amor al prójimo es la llave del cielo. Por las razones que sea no han creído en Dios, o no han podido conocerle. Pero si han amado, entregando su tiempo, su vida y sus esfuerzos por el bien de los demás, Dios los reconoce y los llamará a su lado. Y al contrario, una persona muy creyente, con mucha fe y que haya cumplido fielmente los preceptos de la Iglesia, si no ha amado y su vida ha transcurrido entre el egoísmo y la dureza, ¡cuánto le costará entrar en el Reino!

El amor es la llave. Es la llave para entender el evangelio y la Biblia entera. Es la llave para vivir una vida que valga la pena vivir. Y es la llave para entrar en el cielo. Jesús no dejó de enseñárnoslo, con su palabra y con su ejemplo. ¡Aprendamos practicando cada día!

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