2018-11-22

Nos ha convertido en un reino

Jesucristo Rey del Universo

Daniel 7, 13-14
Apocalipsis 1, 5-8
Salmo 92
Juan 18, 33-37

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«Aquel que nos ama y nos ha lavado con su sangre nos ha convertido en un reino de sacerdotes para su Dios y Padre». Son palabras del Apocalipsis que leemos hoy en la segunda lectura. Palabras que quizás nos suenen muy simbólicas, o quizás lejanas, o incomprensibles. ¿Entendemos de verdad la enorme verdad que encierran?

Estamos finalizando el año litúrgico, y las lecturas nos hablan de un final y a la vez de un principio. Nuestro mundo terminará, como nuestra vida terrena. Pero la realidad no acaba aquí, como tampoco nuestra vida termina en la tumba. Hay una realidad más amplia, más honda e infinita que todo lo sostiene con su aliento amoroso. Es Dios, que está fuera del tiempo y del espacio y que nos ha destinado, un día, a compartir su eternidad y su luz.

Somos de Dios y estamos llamados a ser parte de él. Venimos del amor y al amor vamos. Este es, en el fondo, el mensaje de Jesús y esta es la misión de todo cristiano convencido: anunciar al mundo una vida plena que se está gestando ahora mismo, un reino que ya ha sido plantado como semilla y está creciendo, con dificultades y contra viento y marea, pero sin cesar.

¿Qué significa ser reino? Que somos reyes desde el momento en que Jesús nos abre las puertas del cielo. Todos estamos llamados a esta realeza que es la de ser hijos de Dios. No tiene nada que ver con la realeza y el poder del mundo. Cuando Jesús dice a Pilato que su reino no es de este mundo le está diciendo que su poder no se basa en la dominación. No usa de la violencia ni de la manipulación. El reino de Dios jamás se sostiene sobre las armas y la propaganda, y si alguna vez la Iglesia o algunas religiones así lo han pretendido, es porque se han alejado del camino de Jesús. Dios no se impone a nadie ni quita la libertad a nadie.

El poder de Dios es el poder de amar. Y, aunque parezca muy vulnerable, es el único que perdura. Ante Pilato, Jesús es acusado y después torturado, azotado, humillado. ¿Puede haber una imagen más impotente de Dios? ¿Cómo podemos hablar de Cristo Rey cuando tenemos ante los ojos a un hombre reducido, atado, maltratado y condenado a muerte?

Ese es el misterio. Dios se deja matar por amor. Jesús obedece hasta el fin… Pero la última palabra no la tienen los poderes de este mundo. Tampoco la muerte. La resurrección de Jesús inaugura este reino que se va gestando poco a poco. El final será glorioso, y todos estamos invitados.

¿Qué significa ser sacerdote? No me refiero al orden sacerdotal, sino a este sacerdocio que todos los cristianos compartimos, por el solo hecho de ser bautizados. Somos un reino de sacerdotes, dice san Juan en el Apocalipsis. Y se hace eco de otras palabras muy queridas de la Torá, en las que el pueblo de Israel es descrito como nación consagrada a Dios.

Ser sacerdote, en este sentido, es justamente esto: consagrar nuestra vida entera, entregarla a Dios. Ser sacerdote es pertenecer a Dios y volcar todos nuestros esfuerzos en su reino. Ser sacerdote es seguir a Jesús y continuar su labor: tender puentes entre el cielo y la tierra, para invitar a las gentes a formar parte del reino de Dios.


Ante Pilato, Jesús dice que para esto ha venido: para ser testigo de la verdad. La verdad, para los cristianos, no es una teoría ni una doctrina. La verdad es una persona. O mejor dicho, una comunidad de personas: Dios. La verdad es el Padre creador, que todo lo hace existir. La verdad es Jesús, rostro humano de Dios. La verdad es el Espíritu de amor que todo lo anima y todo lo une. La verdad es la corona que nos hace reyes y el alimento que sostiene nuestra vida. Somos reyes y reinas, hijos del Rey de reyes, y estamos llamados a seguir su camino. Un camino que pasa por la cruz, pero que termina en la gloria.

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