2024-07-27

Cinco mil comieron hasta saciarse

17º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 1-15

El episodio de la multiplicación de los panes está narrado por los cuatro evangelistas. Algunos incluso cuentan dos multiplicaciones. Sin duda fue un momento crucial en la vida de Jesús. La semana pasada leíamos que Jesús enseñaba a las multitudes, que parecían ovejas perdidas sin pastor. También estaban hambrientas, de pan físico y de algo más que pan. Jesús las sacia.

De esta lectura, que en el evangelio de Juan va seguida del «discurso del pan» podrían extraerse cientos de enseñanzas. Pero vamos a centrarnos en dos. Jesús da gracias porque un jovencito aporta cinco panes y dos peces, y con ellos alimenta a la multitud. Y Jesús escapa del gentío que le rodea, porque no quiere ser rey. Podríamos resumirlas en gratitud y renuncia al poder.

¿Por qué las gentes siguen a Jesús? Porque han visto sus milagros, han escuchado su predicación, creen que es el Mesías esperado, o el Profeta que tenía que venir al mundo. Según las profecías judías, este personaje inauguraría una era de paz y prosperidad para el pueblo de Israel: se liberarían del yugo de sus opresores (entonces era Roma) y comenzaría un periodo esplendoroso, sin hambre y sin injusticias: la era mesiánica.

Hambre y pan

Jesús levanta muchas expectativas, entre las gentes y entre sus propios discípulos. Lo siguen, pero tienen hambre. Él saciará su hambre física, pero también les mostrará cómo saciar el hambre espiritual.

Con dinero es imposible: Felipe, el discípulo racional, hace números y no le salen las cuentas. ¿Cómo lo harán? Hoy podríamos preguntarnos: ¿Cómo acabar con el hambre en el mundo? Los gobiernos y los organismos internacionales hacen grandes planes, diseñan ambiciosas agendas con propósitos ideales: pero lo cierto es que, con toda su ciencia y con toda su planificación, no logran más que fracasos. Habiendo suficientes recursos, medios y conocimiento, nuestro mundo parece incapaz de resolver algo tan básico como la escasez y la pobreza de muchos, mientras que muchos otros mueren por exceso y derroche.

No bastan los planes, la ciencia ni la razón. Ni siquiera el dinero es suficiente. Jesús sabe lo que va a hacer. Y Andrés, un discípulo despierto y sensible, dice algo que parece de lo más ilógico: Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes… Pero ¿qué es esto para tantos? Jesús les pide que se sienten, un acto de confianza. Sentaos y esperad. Da las gracias y reparte. Y, milagrosamente, llega alimento de sobras para todos. Jesús nos enseña dónde está la solución a las hambrunas y a la desigualdad: en la generosidad y en el compartir.

Poder y desprendimiento

La multitud queda entusiasmada. Tenían hambre y Jesús les ha dado de comer. ¿No es otra señal de que es el Profeta esperado? Y lo quieren proclamar rey: esta muchedumbre saciada está lista para una revolución. ¡Jesús, rey! Y sus discípulos, generales, ministros y consejeros. Jesús conoce bien la naturaleza humana. Más tarde dirá que habéis creído porque habéis comido hasta hartaros. De modo que se escabulle. Dice el evangelio que se retira al monte, él solo. El monte es más que un lugar alto; es el lugar sagrado, el lugar de la oración. Y no estará solo: el monte es allí donde se encontrará con su Padre del cielo. Allí va Jesús para refugiarse de la vorágine del mundo ansioso por el poder. Jesús huye de esta nueva tentación, que nos recuerda la propuesta del Diablo en el desierto. Si eres hijo de Dios, convierte estas piedras en pan. Todo esto te daré, si te postras y me adoras.

Jesús puede dar pan, y lo da. Puede alimentar a multitudes, pero no de cualquier manera: enseña a sus discípulos cómo multiplicar los bienes cuando hay pobreza. No es magia ni un simple milagro gratuito: es un signo y una lección. El hambre se vence cuando uno está dispuesto a dar, incluso lo poco que tiene y necesita. Nada de revoluciones, nada de violencia ni de planes grandiosos para cambiar el curso de la historia. Nada de reyes (léase, nada de líderes mesiánicos que arrastran a las masas). Después de Jesús, el gran protagonista olvidado de ese día debería ser el muchacho que ofreció sus cinco panes de cebada y sus dos pececitos. Y este muchacho, que no es nadie, que apenas tiene nada pero da todo lo que tiene, es cada uno de nosotros. Con gente como él sí se puede cambiar el mundo.

2024-07-19

Venid a descansar

16º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 6, 30-34


«Misioneros del sosiego»: esto aconsejaba un sabio sacerdote a los jóvenes que hacían ejercicios espirituales con él. Debéis convertiros en misioneros del sosiego. Un evangelizador no sólo ha de trabajar mucho: también ha de transmitir paz, serenidad, calma. Ha de esparcir quietud y consuelo a su alrededor, como el mismo Jesús, que invitó a sus seguidores a buscar en él alivio para sus cargas.

El evangelio de este domingo es continuación del que leímos la semana pasada. Veíamos a los Doce partir en misión, ligeros de equipaje, a anunciar el reino de Dios, expulsar demonios y sanar. Ahora regresan de su periplo por las aldeas, ligeros de corazón, pero cargados de experiencias y aprendizaje. También están llenos de alegría, y quizás incluso de orgullo, porque su primera misión ha sido un éxito. Tanto, que la gente los sigue por todas partes y no los dejan tranquilos ni para comer.

Jesús nos da una lección para prevenir el activismo y el estrés, dos males del mundo moderno. Su tarea no es menos importante que la nuestra, ¡es la más esencial! Pero invita a los suyos a descansar. En la vida no todo es trabajo, ni relaciones sociales, ni comunicación. Es necesario descansar, retirarse e ir a un «lugar desierto». Es necesario sumergirse en la soledad para poder llenarse de Dios. Las auténticas palabras, llenas de verdad y vida, surgen del silencio.

También es necesario un espacio de privacidad para los amigos más íntimos, la familia o los seres queridos. Son aquellas personas con las que podemos descansar; el espacio privado no es estar en medio del mundo, también comporta un retiro.

Pero, nos relata el evangelista, las gentes los persiguen. Ellos van a un lugar solitario en barca, pero los siguen por tierra y, al desembarcar, Jesús se encuentra con la muchedumbre. Entonces puede más su compasión: se conmueve al ver a la gente, «como ovejas sin pastor», y se pone a enseñarles.

Nuestra humanidad, hoy, se parece mucho a esta multitud sin pastor. Somos un rebaño perdido, que ha rechazado ser pastoreado y ahora está sometido, arrastrado por poderes que ni siquiera conoce ni comprende. Más que un rebaño, a veces nos parecemos a aquella piara que se precipita hacia el mar. Nos roban el tiempo, vivimos acelerados, nos falta tiempo para comer con calma, reposar y hacer silencio. No tenemos tiempo ni para pensar. Todo lo que nos distrae, nos invade y nos llena de mil ruidos (¡alerta a nuestros móviles y pantallas!) nos está robando el alma y la vida misma.

Jesús nos llama. «Venid a un lugar desierto a descansar.» Nos llama al templo, a la capilla, a la habitación cerrada la puerta, a ese lugar desierto donde recobramos el aliento, donde ganamos nuestra libertad y volvemos a ser quien somos. El «desierto» es allí donde resuena la palabra verdadera, allí donde nos encontramos con nosotros mismos y con Dios. Escuchemos a Jesús. Él se compadece de nuestras prisas, de nuestras cargas y de nuestra desorientación. Nos llama a su lado y nos enseña con calma. Dios nunca tiene prisa.

2024-07-12

Misión de los Doce, misión de la Iglesia

15º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 6, 7-13.

Jesús sabía que su tiempo en la tierra no sería eterno. Pero su misión era grande y necesitaba formar a un grupo de hombres que tomaran su relevo y continuaran su tarea. Por eso llamó a los Doce, una “familia” variopinta de pescadores, un recaudador de impuestos y otros galileos para que vivieran con él, aprendieran a su lado y se entrenaran en su futura labor.

En esta lectura de hoy vemos que Jesús ya los envía. Detengámonos en varios aspectos, porque en la misión de los Doce Jesús nos está señalando cuál es la misión de la Iglesia y a qué estamos llamados los cristianos.

¿A qué los envía Jesús? A expulsar espíritus inmundos. Y después veremos que también a ungir con aceite a los enfermos y a curarlos. Incluso antes de predicar, la primera misión de los apóstoles es arrojar fuera el mal y sanar, de cuerpo y alma, a las personas. Esta es la primera misión de la Iglesia: rescatar vidas, devolver y cuidar la salud. Por eso, desde los inicios, la pastoral de los enfermos y la defensa de la vida, incluida la vida de los niños, los ancianos y los más débiles y vulnerables, han sido prioritarios en la Iglesia.

¿Cómo los envía? De dos en dos. ¡El misionero no es un solitario! Jesús los envía acompañados porque dos se ayudan, dos se animan, dos se complementan y se cuidan. Dos dan testimonio de caridad. Uno es soledad, dos es comunidad.

¿Qué recursos necesitan? ¡Bien pocos! Un bastón para el camino (en aquellos tiempos era necesario para apoyarse, defenderse o apartar alimañas y zarzas). Pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto… Ligeros de equipaje y abiertos a la hospitalidad de quienes les abran las puertas de su casa y les den techo y comida. Esta es la vida del apóstol, quizás pobre en dinero y en posesiones, pero rica en generosidad y en amistad.

¿Qué sucede si los rechazan? Jesús también enseña a sus amigos qué hacer ante el fracaso y la negativa de la gente. Simplemente, marchar y sacudirse el polvo de los pies. Esto es, no insistir, alejarse de aquel lugar y sacudirse cualquier resquicio de ira, de revancha o de enfado. No vale la pena enojarse ni maldecir, el mundo es grande y muchos esperan en otras partes. ¿Qué debe hacer la Iglesia ante el rechazo a los suyos y al evangelio? Jesús lo dice: nada de forzar ni de imponer. Si no es aceptada, debe abrir caminos nuevos hacia otro lugar.

Esta es, pues, la misión de la Iglesia y de todo cristiano: llevar vida, cuidar la vida, cuidar a las personas y transmitirles el amor de Dios. Sin preocuparse en exceso por los medios: si hay entrega a la misión, saldrán de donde sea y la gente responderá. Y sin obligar a nadie, respetando el no y el rechazo de quienes se cierran a la buena noticia. La salvación es deseable para todos, pero no puede imponerse.

Finalmente, el evangelista nos muestra el resultado de la misión. Salieron los Doce a predicar la conversión: ese cambio de vida y de mentalidad necesario para que Dios entre en la vida de la persona. Expulsaban demonios y curaban enfermos. Ante su palabra, el mal huía y los débiles recuperaban las fuerzas. Salud y bondad: esto son dos signos palpables de la presencia del reino de Dios.

2024-07-05

Nadie es profeta en su tierra

 14º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 6, 1-6

En su periplo por Galilea, Jesús llega a su pueblo, Nazaret. Los evangelios hablan de su lugar natal, allí donde nació y vivía su familia. María y sus hermanos: Santiago, José, Judas y Simón, y algunas hermanas. Jesús, como todo ser humano, no apareció solitario en el mundo; además de sus padres terrenales, tenía una familia como todos.

Y sucede que justamente allí, donde lo conocen desde niño, donde viven sus parientes, donde parece que Jesús debía ser acogido con afecto y reconocimiento, es donde peor lo tratan. Las gentes oyen a Jesús enseñando en la sinagoga y empiezan a murmurar. Casi podemos oír sus comentarios. Es lo que se suele decir cuando alguien a quien hemos conocido de toda la vida de pronto empieza a destacar y a hablar y a obrar de manera poderosa, llamando la atención. ¿De dónde saca eso? ¿A qué viene tanto saber, tanta fuerza, tanto prodigio? Pero, ¿no es el que hemos conocido siempre? Nuestro vecino, nuestro hermano, nuestro primo… ¿Es que ahora se cree diferente? ¿A qué viene todo eso?

La proximidad, que a menudo se hermana con la mediocridad, es enemiga de la excelencia y del brillo que sobresale. A veces es la propia familia la que quiere detener a alguien que “se sale de sus carriles”. Destacar no es bueno. ¿De qué va? ¿Qué tiene que enseñarnos ese?

Jesús admite, con realismo, que nadie es profeta a su tierra. Un dicho triste pero cierto. De modo que no pierde el tiempo. Impone las manos a algunos enfermos que lo piden y se va a los pueblos de los alrededores. Eso sí, dice el evangelista, se asombra de su falta de fe. Seguramente con tristeza.

Si alguien cree que la vida de Jesús fue un rosario de éxitos, episodios como este nos enseñan que no fue así. Jesús afrontó el rechazo y la incomprensión desde el principio. Sí, hubo quienes creyeron y se beneficiaron de su poder sanador. El texto original del evangelio, más que de “milagros”, habla de dynamis, obras poderosas.  Pero allí donde no hay fe, ni la más poderosa de las obras puede abrir un corazón cerrado. El evangelista quiere subrayar la importancia de tener una actitud abierta ante el evangelio. Quien no lo reciba, no verá cosas grandes en su vida, como esos aldeanos de Nazaret que se escandalizaron de Jesús. Pero quien abra el corazón recibirá mucho más que palabras: recibirá el agua de vida que Jesús reparte a manos llenas a quien la quiera y la pida.