2024-10-25

Haz que pueda ver

30º Domingo B

Evangelio: Marcos 10, 46-52

Jesús sale de Jericó: está camino de Jerusalén. Será su última subida a la ciudad santa, antes de morir. Este es su último trayecto. Saliendo de la ciudad de las palmeras, la primera ciudad que conquistó Josué al entrar en la Tierra Prometida, Jesús se encuentra con un ciego que le ruega, insistentemente, que tenga piedad de él.

En el cielo Bartimeo hay más que un enfermo discapacitado. Es el símbolo de una sociedad ciega, que sufre en medio de las tinieblas y ya no puede más: la oscuridad, la falta de visión, la ignorancia, engendran miedo y angustia. Le vida se vuelve aterrorizante para quien no puede ver.

Hoy vivimos en un mundo con grandes recursos y avances tecnológicos, pero con una enorme confusión y oscuridad espiritual. Ante las inquietudes humanas hay tantas alternativas y respuestas que, al final, muchos acaban bloqueados, sin saber hacia donde ir, perdidos y desesperados.

«Ten compasión de mí, hijo de David», grita el cielo. Lo llama por su título mesiánico. Este hombre espera en el Mesías de Israel, un sucesor de David que restaurará el reino perdido. Con la restauración política espera, quizás, una restauración de su salud, de su vista, de su firmeza.

Jesús le pregunta qué puede hacer por él. ¿Por qué pregunta? ¿Acaso no lo sabe? Quiere oírlo de sus propios labios. Quiere que el ciego formule su deseo, su aspiración más profunda. Y Bartimeo responde: «Maestro, que pueda ver».

La respuesta de Jesús la conocemos; la hemos oído en otras ocasiones, en el evangelio. Es como un estribillo de la fe: «Anda, tu fe te ha curado».

Y ante esta respuesta nos quedamos pensativos. ¿Basta tener fe para curarse? Los racionalistas escépticos dirían que la curación es un efecto placebo, una sugestión, una consecuencia de la fuerza de voluntad. ¿Es la fe una cuestión de poder mental?

Ante esto podemos preguntarnos: ¿Es la fe la que me cura? ¿O es más bien la confianza en la persona que nos ayuda? ¡Se puede tener fe en tantas cosas! Hasta la fe en mí mismo podría curarme. Pero el ciego Bartimeo confió en Jesús. Necesitaba oír su voz, sentir su cercanía.

A veces no sanamos porque no nos atrevemos a pedir lo bueno y lo mejor. No lo esperamos. No nos atrevemos a pedir a Jesús que tenga compasión de nosotros. Y sólo cuando estamos desesperados, gritamos como el ciego. Tenemos que tocar fondo para pedir ayuda.

Entonces quizás Jesús nos pregunte: ¿Qué quieres que haga por ti?

Pidamos, como Bartimeo, no que arregle nuestros problemas, o que solucione todas nuestras carencias. No pidamos a Jesús que aparte de nosotros los desafíos o las dificultades. Ni siquiera la enfermedad, porque a veces son experiencias que hemos de pasar para aprender algo importante.

Pidámosle lo mismo que el ciego: Haz que vea, Señor. Danos lucidez, discernimiento, serenidad.

Y, viendo, sabremos lo que hemos de hacer.

2024-10-18

Podemos


29º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 35-45

Podemos. No, no es un eslogan publicitario ni el nombre de un partido político. Es la frase que ha inmortalizado a los hermanos Zebedeos, quizás los dos discípulos más atrevidos y belicosos de Jesús. En la tumba de Santiago apóstol, esta frase consta inscrita en latín: possumus. Es la respuesta que ambos hermanos dan a Jesús cuando este les pregunta si están dispuestos a pasar por el mismo trance que él pasará: la muerte dando testimonio de su fe. ¡Podemos!, exclaman Santiago y Juan, muy seguros de sí. Jesús no lo duda. Pero tiene algo que añadir. ¿Os dará esto más gloria? ¿Os garantizará un lugar a mi derecha y otro a mi izquierda? Esto no me toca a mí concederlo, sólo el Padre lo decidirá. 

A continuación, alecciona a sus discípulos. ¿En qué contexto se da esta conversación? Los dos hermanos han pedido a Jesús dos lugares de honor cuando llegue su reino. Se lo piden con “asertividad”, diríamos hoy: Queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir. ¿Quizás se creen con el derecho a ello? ¿Han sido tan fieles que piensan ser mejores que los demás? Lógicamente, el resto del grupo se indigna contra ellos: ¡de nuevo las luchas por el poder! Todos quieren ser el primero, el favorito de Jesús, a quien imaginan muy próximo a ser rey y a sentarse en el trono de Israel. Qué poco imaginan que su trono será una cruz y su gloria se verá bañada en sangre.

“Quien quiera ser grande, sea vuestro servidor; quien quiera ser el primero, sea esclavo de todos”. Esta frase lapidaria de Jesús, que recogen los tres evangelios sinópticos, se ha interpretado muy mal. No es una defensa de la pequeñez y la mediocridad, no es un ataque a la búsqueda de la excelencia y la mejora personal. Es innato en el ser humano crecer, desarrollarse, ascender. Y en nuestra cultura está impreso el afán por ser el primero, el mejor, el triunfador. Un profesor decía que Occidente vive desgarrado entre estos dos impulsos: el “Sé el primero, sé el mejor”, heredado de la cultura griega, con el “ser último y servidor de todos” del evangelio. ¿Qué hemos de hacer? Desde niños se nos inculcan estos dos ideales: esforzarnos por ser el mejor pero, al mismo tiempo, ser humildes y serviciales.

Creo que se pueden compaginar ambos. La humildad bien entendida es la clave. Humildad no es encogimiento ni mediocridad, sino realismo y tocar de pies a tierra. Ser el mejor tampoco ha de convertirse en motivo de vanagloria para pisar a los demás. Ser el servidor no nos ha de convertir en el felpudo donde todos restriegan los pies. Ni mezquindad ni arrogancia; ni soberbia ni encogimiento. Jesús no dice a sus discípulos que dejen de esforzarse por ser el primero y el más grande. ¿Queréis ser grandes? Sedlo, pero en el servicio y en el amor. ¿Queréis crecer? Vivid volcados a los demás, a su bien, a su crecimiento. De esta manera seréis grandes y adelantaréis en la carrera hacia el reino de Dios.

Santiago y Juan no sabían lo que pedían. Pero lo supieron más tarde. Santiago fue el primero de los Doce apóstoles en beber el cáliz del Señor. Ante la espada que lo ejecutó, debía recordar muy bien aquellas palabras de su Maestro.

2024-10-11

Cumplir o entregarse

 
28º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 17-30

Leamos despacio la escena de hoy. Jesús va hacia Jerusalén y, por el camino, uno se le acerca corriendo. ¡Corre! Tiene ansia por ver a Jesús, por hablar con él, por preguntarle. Y la pregunta no es trivial: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?

Este hombre reconoce a Jesús como maestro, por eso se dirige a él. Y su anhelo no es pequeño: quiere conseguir, nada menos, que la vida eterna. Esto es, la plenitud de la vida, la vida inagotable que no se acaba con la muerte. Este hombre quiere el cielo. Es un hambriento de Dios.

Jesús, como buen maestro, refrena sus ímpetus. Muchas personas expresan su deseo de Dios con vehemencia, pero a la hora de comprometerse y actuar, todo se queda en palabras. Así que Jesús primero le propone lo que cualquier rabino le diría: ¡Cumple la Ley de Dios! Este es el camino que todo buen judío debe seguir, no necesitas otra cosa.

Él replica: Ya lo he cumplido todo desde mi juventud. ¿Qué me falta?

Es entonces cuando Jesús lo mira con amor. Siente afecto porque reconoce en él la sed de algo más que una religión de la ley y el culto. Quiere algo más que ser una buena persona. Quiere algo más que ser un devoto cumplidor. ¿Qué le falta?

Véndelo todo y sígueme, le dice Jesús. Ya eres un hombre piadoso y justo. Ahora, entrégate. Y es aquí cuando el joven se echa atrás. Porque «tenía muchas riquezas».

Su gran problema es el apego. Es relativamente fácil cumplir los preceptos. Pero entregarse pide desprendimiento total, generosidad y no aferrarse a nada, más que a Dios. Seguir a Jesús pide colocar a Dios en el centro y estar dispuesto a la aventura. Sabiendo que la Providencia siempre vela por sus fieles, pero sin tener seguridades de ningún tipo, más que la confianza en Dios.

De ahí que Jesús pronuncie la sentencia de los ricos, la aguja y el camello. ¡Qué difícil es para alguien apegado a sus bienes entrar en el reino!

A nosotros, hoy, esta lectura nos incomoda tanto como al joven rico y a los apóstoles. Necesitamos dinero y bienes para vivir. ¿Es que Jesús se opone a la propiedad privada, a tener recursos, a una vida decente e incluso próspera?

Tener dinero o riqueza no es malo, pero el problema es cuando colocamos los bienes en el centro de nuestra vida. Subimos el dinero a un altar y todo lo que hacemos está condicionado por la economía. Entonces Dios nunca podrá estar en primer lugar.

Jesús no desprecia tener recursos, pero nos pide libertad. Pedro y sus compañeros supieron qué era renunciar. «Nosotros lo hemos dejado todo», dice Pedro. Y Jesús también debió mirarlo con afecto, a él y a los demás. Y afirma: a quien lo deja todo por el reino no le faltarán hogares, pan en la mesa ni recursos. Tampoco compañía, hermanas y hermanos, padres y madres que cuidarán de él. El reino es otra gran familia donde nadie sufre soledad y carencia. Aunque, eso sí, habrá dificultades y persecuciones. Jesús nos dice que cuando ponemos el amor y el servicio a los demás en el centro, creamos una red de apoyo que nos sostendrá y obtendremos recursos que nos permitirán vivir dignamente.   

Pero, sobre todo, nos pide un acto de confianza en él y en el Padre. Jesús nos está pidiendo superar la religión mercantil del “cumplir para ganar el cielo”. Más allá del cumplimiento está la entrega. A quien todo lo da, Dios le devolverá el ciento por el uno.

2024-10-04

Una sola carne

26º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 2-16


El evangelio de hoy incomoda a muchos. Sobre todo porque, hoy, el divorcio es algo tan común que se acepta como normal e incluso se considera que es un derecho positivo. La ruptura de las parejas, que antes era excepcional, hoy parece la norma y cuando Jesús habla de este tema, nos parece demasiado exigente.

Pero leamos despacio el texto, sin prejuicios. El divorcio era tan común hace dos mil años como hoy. En la Ley de Moisés estaba perfectamente legislado. En otras culturas antiguas también. ¿Cuál era el problema, entonces? El problema, que no se refleja en todas las traducciones del texto evangélico, era la causa. ¿Por qué motivo era lícito repudiar a una mujer? Y aquí había divergencias en la interpretación de la ley. Los fariseos, por ejemplo, tenían la manga muy ancha y consideraban que cualquier motivo era suficiente para despedir a la esposa. Bastaba que al marido ya no le gustara, o le molestara su forma de cocinar, de hablar o de vestir. Otros grupos eran más estrictos y opinaban que sólo por causas mayores, como el adulterio o la prostitución, era correcto divorciarse.

A todo esto podríamos preguntarnos: ¿y la mujer? ¿Podía ella divorciarse? Se suele decir que no, que la ley era desigual y favorecía al hombre, pero Jesús dice claramente: “Y si ella repudia a su marido…” Por tanto, sí, la mujer, en algunos casos, podía decidir divorciarse y regresar con su familia. Por ejemplo, en caso de maltrato.

Jesús se posiciona y dice que no: no se puede dar un divorcio por cualquier motivo. Pero va más allá del debate y aporta una enseñanza más profunda. La ley es correcta y necesaria para regular la convivencia. Pero a menudo la ley es un parche para resolver heridas y conflictos. Si un buen judío quiere cumplir la ley de Dios, ¿qué es lo primero? Jesús se dirige a los fariseos: Vosotros, que sois tan escrupulosos y queréis agradar a Dios, ¿pensáis que le alegra veros cómo gestionáis vuestro divorcio, siguiendo escrupulosamente los pasos que dicta la ley?

No. Lo que Dios quiere es el amor. Un divorcio correcto es un mal menor, pero Dios quiere el bien mayor. Y el bien del hombre, su felicidad, su plenitud, está en el amor y la comunión con el otro. Jesús les recuerda el primer libro de la Torá: el Génesis, y el plan de Dios para la humanidad. La imagen humana de Dios son un hombre y una mujer que se unen formando “una sola carne”, es decir, que caminan juntos entregándose mutualmente y compartiendo su proyecto de vida. Del amor surge el gozo y la alegría, de Dios y del ser humano.

“Por la dureza de corazón” Moisés legisló sobre el divorcio. También podríamos decir, hoy, que las leyes evitan que la dureza de corazón cause mayores desastres en las personas, en las familias, en los hijos de padres divorciados. Sí, las leyes son el plan B cuando las cosas fracasan, pero el plan inicial de Dios es el plan “A”, de Amor con mayúscula.

Sin embargo, Dios es misericordioso. Ve nuestras luchas y miserias, nuestros errores y rupturas. Ve que, a veces, es inevitable la separación y el divorcio porque hay uniones que no se fundamentaron bien, la convivencia se hace imposible, hay violencia y es mejor alejarse. Como en un cuerpo, cuando el cáncer ha ido demasiado lejos, hay que amputar. Y, después, hay que reparar heridas y recomenzar de nuevo. Sí, nuestra historia está hecha de rasguños y cicatrices, cosidos y descosidos, y Dios acepta planes B, C, D y muchos más.

Pero no perdamos de vista la enseñanza de Jesús. Porque el amor humano, el amor completo y fiel, el amor para siempre, es posible. No sólo es deseable, sino que es aquello para lo que está hecho nuestro corazón. Si lo queremos, lo haremos realidad.